lunes, 9 de noviembre de 2015

«Yonqui», de Paco Gómez Escribano. Reseña.

Los monos suceden a los cuelgues, las rayas a los picos, los picos a los petas y los petas a los litros de la bodega del Joaqui y entre col y col, lechuga: palos a cabinas, robos de coches, asaltos a gasolineras, atracos a bancos… Las escenas se suceden con un ritmo inmisericorde y te golpean sin tregua como lo harían los guantes de un boxeador en pleno entrenamiento frente al saco: pico, raya, litro, peta, pico raya, litro, peta… La narración te acorrala contra las cuerdas y te entra sin contemplaciones, a hostia limpia, sin posibilidad de cubrirte, no hay escape, no hay piedad para el lector. O paras de leer o acabas noqueado.
Yonqui, de Paco Gómez Escribano, es un pico de literatura, un subidón de letras que te sacude la mollera y te ilumina sobre lo fue el vivir cada día en un suburbio madrileño durante los años setenta.
La novela está ambientada en el barrio de Canillejas, un barrio que Paco Gómez Escribano conoce muy bien, y narra la vida cotidiana de un yonqui, contada en primera persona, en lenguaje coloquial, directo, sin adornos ni florituras. El relato es un cañonazo de lírica seca y descarnada escrito a ritmo de Leño y Burning.
Salud y rocanrol, Paco.




lunes, 2 de noviembre de 2015

El detective Carmelo (4). Acción a tope.

La luna ocultó su faz tras un nubarrón más negro que la conciencia de un concejal de urbanismo. Aprovechando esta tregua de oscuridad me aproximé agachado, sigiloso y ocultándome tras los coches aparcados, hacia la puerta del garito. La noche se enroscaba en caracolas alternantes de silencios encontrados y maullidos de gatos encelados. Apliqué con dedicación mi oreja de tísico a la madera y pronto escuché lo que esperaba: un leve rumor de voces graves, una risa destemplada y algún grito contenido, sofocado, silenciado. Por las voces deduje que debían ser no menos de tres y estarían armados. Los sofocos eran de la chica que debía estar amordazada. No esperé más: de un tremendo patadón tiré la puerta abajo y entré en el tugurio desenfundando mi Magnun 44. De un vistazo me hice cargo de la situación: los tres fulanos tenían a la chica en el centro de la pista de baile, debajo de los focos, atada a una silla y con un esparadrapo pegado a su boca de fresa.
—¿Qué cojones…? —farfulló el matón que mejor dominaba la retórica, mientras se dirigía hacia mí con un bate de béisbol.
No le dejé terminar lo que prometía ser una frase tremendamente elocuente. De la rapidez de mis reacciones dependía mi vida: salté de lado mientras proyectaba mi talón contra la jeta del facineroso que, acusando el impacto, se desplomó como un fardo. Todavía en el aire, disparé contra el segundo rufián haciéndole un bonito agujero en la frente. El tercer canalla intentó sacar su arma pero no le di tregua, mi revólver bramó de nuevo y un clavel reventón se dibujó sobre su camisa a la altura del corazón. Todo había terminado en cuatro segundos.
Me acerqué a la rubia intentando tranquilizarla. Le quité la mordaza, me situé a su espalda y procedí a desatarla de la silla.
—Tranquila, muñeca, ya estás a salvo.
La habían atado a conciencia, las ligaduras se resistían, la rubia no paraba de moverse y no se estaba quieta ni un segundo. Algo no iba bien.
Entonces me desperté en el suelo y algo me golpeaba en la cabeza. No entendía nada, sólo oía la voz de la limpiadora que me atizaba con la escoba mientras decía:
—¡Pero será imbécil este tío! ¡Pos no se ha puesto a desabrocharme el sujetador, cuando le he dado la espalda, el muy baboso! ¡A ti te espabilo yo!

No hay manera, ¡ni soñar tranquilo puede uno…!