martes, 26 de julio de 2016

Cosas por las que todavía merece la pena salir a la calle.

La señora de voz preciosa y pechos generosos que me acompaña durante casi cuarenta años se queja de que salgo poco de casa; que estoy depresivo y gruñón, me dice. Casi siempre le contesto que no salgo mucho porque cada vez veo mas tontos por las aceras y sí, eso me deprime más que si me quedo en mi cubil metiendo y sacando cosas de mi masculina "nothing box". Pero a las mujeres siempre hay que hacerles caso, aunque no tengan razón, porque no sé qué leches pasa que al final, y a causa de alguna triquiñuela insondable, el tiempo se la da.

Total, que esta mañana me armo de valor y salgo a dar una vuelta por el barrio. A los dos minutos de paseo me cruzo con unos adolescentes macho. Uno de ellos, con la cara llena de granos, se mete con ahínco el dedo en la nariz buscando algún tesoro muy bien escondido, el segundo grazna en una jerga ignota y el tercero le ríe vaya usted a saber qué ocurrencia. Los tres se mueven espasmódicamente, sin ningún objetivo definido, como pollos sin cabeza. «Empezamos bien», me digo. Pero el día es propicio y los dioses acuden en mi ayuda: me adelanta un grupito de chicas que, en pantalón corto, ondeando coletas y agitando mostradores, corretean y cotorrean alegremente. Por sus comentarios deduzco que están entrenando para la media maratón de turno, y cuando pasan al lado de un edificio en construcción, desde el sexto piso de la estructura, un albañil les vocifera cual homo erectus depilado: «¡Ay las marichochos, ay los chochos, vamos que nos vamos con los chochetes frescos!».

Hagamos un inciso: las mozas están mollares, sí, pero para apreciar estas características y que provoquen en el machote semejante rebuzno, hay que estar a pie de obra como yo. La perspectiva que tiene el gañán desde semejante altura es nula. A éste le da igual lo que pase por debajo; con tal de que tenga chocho le vale.

Pero sigamos con la historia, que me lío. Comienzo a archivar la escena para contarle a mi prójima por qué no quiero salir más a menudo a socializarme, cuando veo que, después del eructo del homínido, una de las corredoras se para en seco, se vuelve, mira hacia arriba con los brazos en jarras y acto seguido comienza a chocar el bíceps derecho contra la palma de la mano izquierda. Después de varios cortes de mangas le suelta:

—¡Baja aquí, con este chocho, si tienes cojones, tontolculo! ¡Anda, baja, que te vas a enterar; que te voy a dejar la cara que no te va a conocer ni tu madre, gilipollas!

La muchacha se queda un rato a la expectativa, las demás están mas adelante riéndose, suenan también risas en las alturas y voces de «¡baja, anda, baja!». Espero tranquilamente a la sombra. Me gustaría que bajara el albañil porque acabo de reconocer a la corredora. Coincidió conmigo en el gimnasio, cuando hacíamos taekwondo. Entonces apenas tenía quince años y ya apuntaba maneras. A pesar de no ser muy alta te plantaba el pie en los morros en cuanto te descuidabas. Yo lo dejé hace mucho tiempo, pero me consta que ella siguió. Estoy deseando que baje ese capullo, pero no baja, qué pena… 

En fin, después de unos minutos, las corredoras continúan su camino y yo me vuelvo muy contento a mi cubil. No quiero ver más, me sobra con esta escena para alegrarme la mañana. Después de lo que acabo de ver, el día sólo puede ir a peor.



martes, 12 de julio de 2016

En un hospital de la Mancha…

En un hospital de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que tuve que pasar unas horas por el ingreso de un familiar. Es la rehostia, tú, no falla, siempre que voy a ese hospital me encuentro con algún espécimen, del género homo manchegus, que ya creía extinto o relegado al rincón cavernícola de algún museo etnográfico. Vamos, que la teoría evolutiva del equilibrio puntuado pasa de estos fulanos como de la peste.

Vamos a situarnos: pasillo del hospital. Por él deambulan familiares y lazarillos con algún enfermo que, cual zombi vacilante, va volviendo poco a poco a la vida vistiendo un pijama digno de cualquier campo de concentración que se os ocurra y arrastrando una percha rodante de la que pende un gotero conteniendo algún líquido vital. Una limpiadora empuja un carro de limpieza, que más parece un carro de combate, y me echa de la habitación bajo amenaza de arrearme con el mocho. A mi paseo por el pasillo, se une el acompañante del enfermo compañero de mi pariente. Frente huidiza, arcos supraorbitales pronunciados, labio inferior adelantado, brazos enormes, manos como mazas, bermudas azules y sandalias con suela tipo tocho. ¿Tenéis la foto? Vale. El fulano se me encara, me mira con sus bellos ojos mitad porcinos, mitad ovejunos y me suelta:

—Pos lo que yo ti iga que stos qvullos no si quien armojar y aluego van pa la suya tooosquemeneciendo te aece o stasmitíos por tolajo godarlmochoeloshuevos stas tan toas biás ¿uqué? No, si yo no igo queno blangan po to lo alto y así. Poque no mingas tú que pol na mierdaseca de na tas puesto tú así, ¿o no?.

Se para, me agarra del hombro con una de sus manazas, me gira y se me queda mirando. En sus ojos veo una demanda de respuesta y tiemblo. No tengo ni puta idea de lo que me ha dicho.

Creo que he contado en alguna ocasión que nací y me crié en una aldea y por tanto domino varios dialectos del manchego profundo, pero esta variante no la he escuchado jamás. Deduzco, por la entonación, que debe ser una evolución bastarda del tomellosero occidental y esa zona me pilla un poco lejos. Trago saliva y, jugándomela, tiro de comodín:

—¡No jodas…!

—Psí, poque ta rabisculeao pol morfo truco tontalpijo. ¡Mangatorda profo lascortao tooo ienmebuscamencuentra, gondiósss! ¡Ma caaaa…!

La cosa no pinta bien. El tipo está cada vez más alterado. Me vuelvo a tirar a la piscina, no me queda otra:

—Bah, no hagas caso…

—Siesque no e pue il pol juer el sembrao, gontooloquesemenea y tie rabo. ¿Tú stas locurto algüeno torpónacon a tontalculo?

Aquí si que me la juego porque, si he acertado dos respuestas, será difícil que acierte una tercera. Es como si me tocase la lotería sin jugar. 

—¡Pues claro, hombre!

Estoy acojonado porque se me queda mirando fijamente y su cara tiene menos expresividad que la pared verdigris que tengo enfrente. De pronto su boca se abre en una sonrisa tan ancha como Castilla-La Mancha, extiende su manaza y me dice, es un decir:

—¡Stas uelo migacho tú, chóclala!

Le estrecho la mano y mis dedos crujen como si los hubiese metido en una trituradora. Aguanto como puedo la tenaza y acto seguido, con la otra zarpa, me sacude dos palmetazos en la espalda que me joden el deltoides para un mes y pico. Murmuro una excusa coherente:

—Lo siento, te dejo, que tengo que renovar el tique de la zona azul.

—¡Guala, guala, veste! ¡Ma caaa…!

Cuando me alejo a toda prisa del fulano, se cruza una rubia de pelo de panocha que, embutida en unos pantalones cortos imposibles, va marcando gajos y con el volumen del móvil a toda pastilla taladra el ambiente con una versión remix de la salchipapa.

¡Ma caaa…!

José Mota se queda corto.



martes, 5 de julio de 2016

El detective Carmelo (8). El caso de la granjera y su vaca.

ADVERTENCIA: las escenas que se van relatar a continuación pueden evocar imágenes de contenido explícito y turbador para adultos poco formados tales como intelectuales ególatras y damas de breva hipersensible. El humor rural es basto, aldeano y primitivo, pero es lo que da el agro. El estilo literario también puede herir la sensibilidad de algún sesudo académico.


• • • • •

No me gusta aceptar encargos de las compañías de seguros. Si las engañan, que se jodan, con perdón de la audiencia infantil. Por mi como si les pican las pólizas una bandada de buitres leonardos. Pero mi cuenta corriente arrojaba un saldo positivo de dos telarañas de euro y en el cajón de mi mesa descansaban los avisos de corte de la luz y del gas, para variar. Por lo tanto, me pasé mi insobornable ética por el forro y acepté el trabajo a regañadientes.

La misión tenía su miga: en una aldea de la sierra de Alcaraz, una granjera había denunciado el robo del cableado de cobre del sistema de alimentación del tornajo automático de su vaca más preciada. La compañía de seguros sospechaba que la granjera era cómplice de los ladrones y mi misión consistía en averiguar qué había de cierto en esas sospechas. Antes de llegar a la granja elaboré una sutil estrategia: me haría pasar por un comisionista llevando una grabadora escondida en la bragueta y un micro inalámbrico en forma de mosca cojonera posada sobre mi pajarita. De este modo sonsacaría a la granjera para que confesase su chanchullo.

Una vez en la instalación ganadera, con mi habitual suspicacia, constaté un hecho que me inquietó: la granjera era descomunal. Calzaba unas katiuskas del cuarenta y siete que daba miedo verlas. Así, a bote pronto, calculé que en cada bota podrían caber perfectamente dos arrobas de vino joven o dos y media del viejo, por aquello del merme.

Después de reponerme de la impresión y hechas las presentaciones puse en marcha la grabadora mientras nos acercábamos al habitáculo de la vaca.

—¿Tiene nombre? —pregunté.

—Ya te he dicho que me llamo Fulgencia.

—Me refiero a la vaca.

—Pasionaria, se llama Pasionaria.

—¿Comunista? La vaca, digo.

—¡No, qué va, ahora verás…!

Al entrar al comedero, la vaca soltó un mugido espeluznante y nos dio el culo. Casi me da un infarto al contemplar los cuartos traseros del animal: tenía toda la zona al sur del rabo mas colorada que un canasto de cerezas y su vulva se asemejaba el ojo de Saurón.

—¿Ves ahora la razón del nombre Pasionaria?

—Ya veo, ya…

—Tiene furor puterino, la pobre —me dijo la dueña.

—¿No tiene toro que la alivie? —pregunté fingiendo interés e ignorando el horrible palabro.

—En esta época no. Estamos en temporada de ordeño y la coyunda las malicia y las envicia.

—Ya —contesté con gran elocuencia.

—No para de restregarse el asunto contra la barra del pasillo de ordeño y se le ha puesto así.

La monstruosa aldeana mostraba indicios de tenerme querencia y se me estaba arrimando cada vez más. Para evitar roces peligrosos y malos entendidos guardé distancia y le expuse el motivo de mi visita.

—Sé que te dedicas a la venta de cobre y yo te lo puedo colocar en el mercado a muy buen precio, a cambio de una pequeña comisión del, digamos…, ¿veinte por ciento?

—Hecho —contestó la prójima—, pero primero tendrás que pasar por taquilla y colocarme otra cosa que no es el cobre.

Dicho esto se arremangó las sayas de trabajo y me mostró un espectáculo tan aterrador que todavía me dan escalofríos cuando me acuerdo.

Salí corriendo hacia mi coche como alma que lleva el diablo. Lo malo fue que durante la carrera perdí la grabadora y no pude presentar ninguna prueba ante la compañía de seguros. No creyeron en mi palabra y no me pagaron, claro está. Por eso me he jurado que no vuelvo a trabajar nunca más para semejantes chorizos.

NOTA ADICIONAL DEL AUTOR: a pesar de lo que parezca en esta narración, la vaca no fue maltratada psicológicamente. Al final de la escena del «furor puterino», y ya fuera de narración, entró en acción el toro y la alivió, que no quiero líos con el PACMA.