lunes, 6 de julio de 2020

«TENGO QUE DEJARLO», de Urbano Colmenero. Relato ganador del Certamen Internacional Bruma Negra 2019.

Aparco cerca de la bahía y salgo del coche. El Cantábrico me recibe con un latigazo de luz apaisada. No me acostumbro a la luz norteña. Me desperezo. Arrastro mi deslucido maletín y las ruedas se quejan de la humedad. Como mis huesos. Los ligamentos de mis articulaciones suenan como el crepitar de los troncos ardiendo en una chimenea. Me estoy convirtiendo poco a poco en un ajado recipiente de huesos, tendones, tripas y mierda. Empiezo a sentir los estragos de la edad y me digo que tengo que dejar este trabajo. No es oficio para viejos, tengo que parar. Bordeo el puerto y camino por el paseo de la ría hasta llegar a mi alojamiento.




Apuro el segundo vino y contemplo la fachada azul y blanco de mi hotel. Tres gaviotas evolucionan graznando. Le hago una seña al camarero.

—Póngame otro y deje la botella, pero tráigame algo de comer, que no quiero que se me enrede la lengua antes de tiempo.

—Por supuesto, amigo.

—No soy su amigo, soy su cliente.

—Disculpe, es una forma de hablar…

—Pues cámbiela. Tenemos un lenguaje muy preciso que no hay que desvirtuar. Hay una palabra o varias para cada cosa.

—Como guste, señor. 

El camarero se marcha mohíno y yo me quedo pensando que estoy perdiendo la discreción. Me he vuelto irascible y me pico por cualquier gilipollez. ¿Pero qué coño me pasa? ¿Desde cuándo me hago notar de esta manera? ¿Qué cojones me importa a mi el lenguaje de los demás? Esto no es bueno para mi oficio y lo peor es que me la suda. Tengo que dejarlo.

Soy el único cliente del bar, las otras mesas de la terraza están vacías. Sólo yo, la ría y las gaviotas. Las gaviotas son unos bichos sin gracia, su vuelo es errático y desordenado. La arboleda que bordea la ría me susurra vientos de otros lares. Miro al cielo y por primera vez en mucho tiempo me invade la calima de la melancolía. «La calima de la melancolía», hay que joderse, ahora también juego con la poesía.

De pronto la veo venir andando por el paseo. Me centro. Miro la foto y comparo. No hay duda, es ella. Pelo de fuego, ojos de gata, andares de gata. Los neandertales no se extinguieron, eran pelirrojos y están entre nosotros. Eran muy fuertes, estaban mejor adaptados al medio… Ya estamos otra vez. Me disperso como un párvulo. No es trabajo para despistados. Después de este encargo lo dejo. Acarreo demasiados muertos en la maleta. En ocasiones me llaman incitantes y me invitan a copas. Son tantos que a veces oigo sus murmullos y sus canciones de borrachos. Juegan al mus y me hacen señas. Envidan. Oigo sus voces. Tengo que dejarlo. El pedido es fácil. Una mujer. Leo el reverso de la foto. ¿Cual es tu pecado, Maite Malone? ¿Qué has hecho, muchacha? ¿A quién le has tocado las pelotas? A un pez muy gordo, seguro. El tipo debe de tener un cabreo inmenso para desear que mueras. Vuelvo a la foto. Pelo de fuego, ojos de gata. Un animal tan bello no debería morir. Nunca. A una mujer así se le perdona todo. De nuevo me voy por las ramas. ¿Desde cuándo me preocupo por el futuro de mis víctimas? Me estoy volviendo un melancólico sentimental. Está decidido: lo dejo. Me centro de nuevo. Mañana es el día. Sé que saldrá a correr temprano, como siempre.




La mañana se despereza entre la bruma. Jirones de niebla ocultan el mar abierto. Observo. Ahí está. Pelo de fuego, movimientos de gata. Hace los estiramientos de rigor y comienza con un trote suave. La veo alejarse. Le doy un minuto de ventaja y tanteo la pistola en el interior del bolsillo de la sudadera. Inicio la carrera. Cruza el muelle y se dirige hacia la bahía. Un rayo de luz se filtra entre las nubes y rebota en sus zapatillas plateadas. Su pelo se incendia. La sigo. Un golpe de viento me hiela la espalda. Hay algo que no encaja en ese sol manchado de bruma. Me vuelvo y miro a mi alrededor, nadie me sigue. Estoy paranoico. Estoy viejo y chocheo. Tengo que dejarlo. Termino este encargo y lo dejo.


¿Desde cuándo me dedico a esto? Ya ni me acuerdo. Otro síntoma de vejez: cuando no recuerdas el tiempo que has dedicado a tu profesión es que llevas demasiado en ella. Sólo me acuerdo de que al principio era muy selectivo, escogía los encargos según mi particular baremo. Mi ética me permitía ejecutar únicamente a los desalmados, a los indeseables o a los que se escapaban de la justicia ordinaria y no merecían vivir. Después las fronteras se volvieron tan difusas como la verdad y la moral que nos rodea en los últimos tiempos, esa que nos han traído los hijos de puta que dicen que nos gobiernan. Me paro un instante y la miro. Veo que sigue trotando por el final de la bahía y se interna por un sendero entre vegetación que se adivina empinado y solitario. Perfecto para mis planes. El observador que me precedió me ha informado bien. Reanudo la carrera y a los pocos minutos me vuelvo a parar. Me he acercado demasiado y temo que me descubra. Descanso unos segundos y cruzo la playa desierta con paso tranquilo.

Tampoco recuerdo cuándo fue, pero hubo un momento impreciso en el que los límites de selección se borraron definitivamente y todo me dio igual. Los encargos se multiplicaron y anulé toda discriminación en mi método de trabajo. Dejé de hacer y hacerme preguntas y de separar el grano de la paja. Todo era paja. Mi fama de buen profesional trascendió, la demanda crecía y subí las tarifas. Presintiendo lo que ya me está empezando a ocurrir, ahorré para la jubilación, para ese retiro que ahora se insinúa detrás de una melena roja que remonta la senda a un ritmo que para mí comienza a ser agotador.

La pendiente del sendero aumenta más y más. No la veo. No debo perderla y me esfuerzo al máximo, pero noto que estoy perdiendo ritmo. Ha desaparecido tras una colina cubierta de arbustos. Meto la mano en el bolsillo y agarro la pistola. Ahí lo haré, detrás de la loma. Llego a la cima exhausto. Descanso unos segundos y contemplo el panorama.

—¿Dónde coño…? —Murmuro entre dientes.

Ha desaparecido. La senda serpentea colina abajo, luego remonta otro cerro y se pierde entre la hierba. A mi alrededor solo hay un caos de grandes matojos que me superan en altura. Me ha sacado mucha ventaja, estoy en baja forma. Cuando voy a iniciar la carrera me detengo. Se me eriza la piel. He oído un clic y un punto frío se apoya en mi nuca. Sé que es inútil, que ya nada importa, pero levanto las manos y me vuelvo.

—¿Quién eres, Maite Malone?

—Soy la hija de uno de tus muertos.

Me mira unos segundos. Miro al cielo y no encuentro azul donde refugiarme. Mejor me habría ido si me hubiese dedicado a la poesía.

Sus ojos de gata me disparan.

Los neandertales estaban mejor adaptados, no se extinguieron, están entre nosotros. Mis muertos se ríen. Tres gaviotas cantan. Vuelo y me elevo con ellas. Pelo de fuego. Es lo último que pienso, oigo y veo antes de caer en el sendero sobre el barro de mi propia sangre.

Ahora sí: lo dejo.