miércoles, 1 de febrero de 2017

El detective Carmelo (12). El tamaño sí importa

Estaba nervioso. Cambiar de hábitat de la noche a la mañana, a pijo sacao y con la posibilidad de que un cliente insatisfecho me estuviese buscando para rajarme, no es moco de pavo (véase «El caso del feo»). Además, no me estaba aclimatando nada bien al entorno. Madrid es mucho Madrid y Lavapiés ni les cuento. Dicen que es un barrio multicultural. Yo sólo sé que cada vez que salgo a la calle me encuentro rodeado de un follón de mil pares de huevos. Aquí hay gente de cien mil leches y las pintas que llevan la mayoría no dan mucha tranquilidad. Que conste que no soy racista ni prejuicioso, pero en las pocas semanas que llevo por aquí, me han intentado timar varias veces y aún no estoy muy seguro de que no lo hayan conseguido.

Sumido andaba en estas cavilaciones, cuando llamaron a la puerta.

—¡Adelante!

Mi sorpresa fue mayúscula, porque el hombre que acababa de entrar en mi cubil era mi arrendador.

—Que yo recuerde le pagué la fianza y dos meses por adelantado —le dije a modo de saludo parapetándome tras la mesa.

—No, no se preocupe. Su alquiler está al día. He venido a verle porque necesito de sus servicios.

Respiré y me alegré, o al revés, no me acuerdo muy bien, pero esto no tiene mucha importancia. Lo que viene al caso es que mi arrendador era de origen indio de la India, no de los de Estados Unidos, que sólo faltaba que hubiese una colonia de apaches en Lavapiés, no jodamos.

Como les decía, mi casero era indio, pero de las primeras generaciones de indios nacidos en el barrio. Hablaba el castellano mejor que los madrileños y, según me dijo cuando me alquiló el despacho, era el dueño de los doce habitáculos que, junto con el restaurante de la planta baja, conformaban el edificio de cuatro plantas en donde nos encontrábamos. Hay que joderse, ahora resulta que por estos pagos los conejos disparan a los cazadores.

—Necesito que siga a mi mujer y me diga lo que hace cuando me ausento durante todo el día para buscar suministros para el restaurante —me dijo mirándome fijamente con su tercer ojo.

—¿Por?

—Porque sé que me engaña.

—Pues si lo sabe, ¿para qué me quiere a mi?

—Necesito pruebas, fotos o vídeos.

—¿Desde cuándo cree usted que le engaña?

—Desde hace tres jueves, más o menos. El jueves es el día que salgo a la compra para abastecer el restaurante durante el fin de semana.

En ese momento pensé que rutinas y cuernos van de la mano, pero no se lo dije, claro.

—¿Tiene usted una foto de su esposa?

—La tengo.

La fotografía era de cuerpo entero, ¡y qué cuerpo! Además tenía unos ojazos negros de los que te taladran como si nada y siguen mirando al de atrás y lo taladran también.

—¿Y para qué quiere las pruebas?

—Eso no es de su incumbencia, pero como me ha caído usted bien se lo diré: para poder acusarla formalmente de adúltera y lapidarla.

¿Lapidar a semejante bombón? ¡Menudo desperdicio! Es evidente que el tipo estaba cabreado de veras.

—La lapidación es un delito en este país, ni siquiera está penado el adulterio.

—¿Y quién le ha dicho a usted que a mi esposa la juzgarán en España? Nos iremos a nuestro país y será juzgada allá. En Pakistán es un delito muy grave adornar la frente del marido.

—¿Pakistán? ¿No son ustedes hindúes?

—¿Todavía no lo sabe? Todos los hindúes de Lavapiés somos Pakistaníes. Decimos que somos de la India para añadir exotismo.

—¡Vaya por Dios! Otro mito que se me derrumba.

—Pues no le veo muy compungido.

—Costras, conchas, caparazones que crea mi oficio…

—Menos cuento y póngase a la faena. Mañana es jueves y estaré todo el día por ahí, comprando viandas. Al tajo.

—Todavía no hemos hablado de mis honorarios…

—¿Le parece bien seis meses de alquiler?

—Me parecería bien si fuese en efectivo. No suelo cobrar en especie y tampoco sé si me gustará el barrio lo suficiente como para quedarme tanto tiempo. De momento tanta multiculturalidad me agobia bastante.

—Usted se lo pierde, porque entonces le pagaré en efectivo el equivalente a cinco meses.

—Hecho. La mitad ahora y el resto a la entrega de la película.

—De acuerdo, pero le voy a dar un consejo: vístase de otra manera y póngase algo en la cabeza si va a seguir a mi mujer. Un elefante pintado con rayas amarillas fluorescentes llamaría menos la atención que usted con esa pinta.

—Gracias por la sugerencia, pero en cuestión de disfraces me llaman Mortadelo.

—Usted verá. Mi esposa es muy lista.

—No se preocupe y váyase tranquilo. En unos días tendremos resultados.

Me quedé meditando un rato acerca de lo de pasar desapercibido en aquel barrio. Tenía huevos la cosa: pasar desapercibido en un sitio donde no llamaría la atención nada ni nadie. Después de unos minutos de indecisión se me hizo la luz: me encaminé hacia el Rastro y me compré una chupa roja de quinta mano que me pareció de señora, más que nada por los brillantitos que llevaba en la punta de los flecos, pero vaya usted a saber. Luego me hice con un estuche de violín con más golpes y arañazos que una maleta después de un vuelo low cost, un bote de gomina, un par de calcetines a rayas amarillas y negras, un berbiquí, unos tapasoles en forma de corazón para mis gafas y una pajarita roja. Lo siento, pero a la pajarita no renuncio, ea, es mi más genuina seña de identidad.

Al día siguiente me levanté temprano y me acicalé para la ocasión. Lo más complicado fue el peinado. Después de media hora y medio bote de gomina, conseguí formar una cresta muy convincente con los pocos pelos largos que pude reunir en el centro de mi trócola. Me puse la chupa, me doblé los bajos del pantalón para que se me vieran los calcetines a rayas, metí el berbiquí, la cámara y mi colonoscopio trucado en el estuche del violín y salí a la calle de esta guisa. Me aposté en una esquina cercana al restaurante del hindú, pakistaní o lo que cojones fuese. No tuve que esperar mucho, a la media hora, y poco después de que saliera el marido, la supuesta adúltera apareció por la puerta, se dirigió calle arriba y me dispuse a seguirla a una distancia prudencial.

He de decir que la moza se había vestido en concordancia con el barrio: llevaba un kurta con bordados tradicionales, ceñido y minifaldero que dejaba poco que imaginar. La tradición y la modernidad estaban fusionadas con tan gran acierto que merecían un seguimiento mas cercano. Me acerqué un poco más y fue un error. El vaivén de caderas empezó a ponerme de un romanticalentorro que pa qué las prisas. Menos mal que de pronto, un negro salió de un portal y con un rapidísimo tirón de brazo la hizo desaparecer en el interior.

Volví a mi estado natural y observé las ventanas del edificio hasta que vi al negrata aparecer por una y cerrarla. Al entrar en el portal me tropecé con un chino sonriente que parecía defender aquella fortaleza de fornicio.

—¿Dónde il tú?

—¿Tienes habitaciones para alquilar?

—Sí, tengo.

—¿Está libre la del segundo derecha?

—No. Tengo lible la del segundo izquielda.

—Me vale. ¿Puedo verla?

—Sí, tú podel vela. Men conmigo, men, men…

La habitación estaba desprovista de todo mobiliario. Hice un rápido barrido con la orejas y me acerqué a una de las paredes. Efectivamente, los gemidos de la prójima se escuchaban con claridad acompañados por los «ñigu-ñigu» del somier y algún que otro graznido de su acompañante.

No necesitaba más pistas. Rápidamente inicié la negociación con el chino.

—Óyeme, Chan Chan, ¿cuánto me cobrarías por alquilarme esta habitación solamente hoy?

—Mínimo un mes y me llamo Pepe.

—Sólo la necesito para hoy. Un día.

—¿Tú quelel muebles?

—No, no quiero muebles. La quiero así, como está.

—Yo tenel dos sillones cojonudo, ¿tu quelel?

—¡Que no, que no quiero nada!

—¿No quelel una cama plegable?


—¡Hostias, que no, que no necesito nada de nada!

—Cualquiel cosa que se te ocula, tú pedil. ¿Segulo que tú no quelel nada?


—¡¡¡Me cago en san Pito Pato Berenjeno!!! ¡Pues mira, sí, sí que quiero algo!

—Tú pedil.

—¡Quiero echar cinco polvos seguidos sin sacarla! —Perdón, señoras y señores, se me fue la pinza y me puse un poco cipotudo—. ¡Y después, que aún me queden fuerzas para correrte a pollazos por todo el barrio, amarillo cansino de los cojones!

—Yo tlaigo tahilandesa que hacelte lo que tú quelel y luego el malido cole delante de tú y tú dal con polla. No ploblema.

Llegados a este punto tuve que reconocer que el puto chino tenía recursos. Me armé de paciencia.

—No quiero nada, ¿vale? ¿Me entiendes? NA-DA. Sólo quiero que me alquiles este apartamento tal y como está, VA-CÍ-O, por un día, hoy mismo.

—¿Pala qué quelel un día sólo?

Miré al techo mordiéndome la lengua.

—¡Voy a secuestrar al ministro de Interior para exigir la derogación de la ley Mordaza a cambio de su liberación!

—De acueldo, pelo tu no cochinada. Si el ministlo manchal de sangle, vómito, mielda u olines, tú limpial.

En aquel momento y después de semejante respuesta, ya no sabía qué pensar del chino. De perdidos al río, mejor seguir con el cachondeo:

—No te preocupes, te dejaré esto tan limpio que ni el CSI encontrará huellas.

—¿Qué sel CSI?

—Nada, déjalo, era una broma.

—Vale. Un día, tlesciento pavo.

—¡No me jodas, Chin Pon! Te doy cien.

—Ciento cincuenta y me llamo Manolo.

—¿Manolo? Hace un momento te llamabas Pepe.

—Hace un momento tú llamalme Chan Chan.

—Bueno, vale, dejémoslo en ciento cincuenta. Toma y lárgate.

—Vale.

En cuanto el chino desapareció, saqué el berbiquí del estuche de violín y, con mucho cuidado, hice un agujero en el tabique que lindaba con los amantes. Después introduje la punta del colonoscopio por el agujero y conecté la cámara al otro extremo. Moví con cuidado el cable hasta que la lente de su extremo me ofreció un buen encuadre de la escena del delito. No podía dar crédito a lo que estaba viendo: el negro tenía un rabo que no se lo merecía nadie que pudiese llamarse humano. Perdónenme, señoras, pero eso que siempre pregonan de que el tamaño no importa es música para la galería, una mentira piadosa para que no nos acomplejemos los que poseemos la herramienta de la risa de tamaño estándar tirando hacia abajo. Eso sí, tengo que admitir que a la esposa de mi casero, por los gemidos y su expresión gozosa, no le importaba el tamaño siempre que no disminuyera, claro está.

El contador de tiempo de la cámara me indicaba que ya tenía suficiente película. Desmonté la cámara del colonoscopio y me la guardé en el bolsillo. Tiré del fino tubo flexible hasta que apareció la lente colocada en su extremo, lo guardé todo en el estuche del violín, salí a la calle y esperé.

Al cabo de un buen rato, los amantes salieron uno detrás de otro y se fueron en opuestas direcciones. Durante la espera había maquinado un plan: no me apetecía imaginarme a semejante belleza apedreada hasta la muerte. Rápidamente, seguí a la adúltera y me puse a su altura.

—Tenemos que hablar.

—¿Quién es usted? ¿Qué quiere?

—Tu verdugo o tu salvador. Tú eliges. Mira.

Le enseñé la cámara y se acercó a mi para ver la película en el visor. Hay que joderse, a pesar del copioso fornicio, todavía olía a jazmín. En cuanto vio las primeras secuencias comenzó a llorar y me miró implorante.

—¡No, por favor, mi marido no puede ver esto! ¡Me matará!

—¡Calma, calma, no te preocupes, tengo un plan! Ven conmigo.

Rápidamente la conduje hasta una academia taller de punto y ganchillo que había visto hace unos días y que no quedaba muy lejos de donde nos encontrábamos. La matriculé dos meses en punto de agujas. Advertí a la dueña que la fecha del primer recibo debía de ser la del primer día del mes corriente que estaba a punto de terminar y que si alguien preguntaba, la moza había acudido puntualmente todos los jueves del mes.

La moza comenzó a trapichear con las agujas. No tenía ni puta idea. Saqué unos primeros planos de las manos de una alumna aventajada y filmé a la adúltera con un bonito jersey jacquard, de otra alumna, que estaba casi terminado.

Ya de regreso hacia el restaurante le conminé a la moza:

—A tu marido le enseñaré la grabación del taller y le diré que estás aprendiendo punto para regalarle un jersey, pero debes ser más cuidadosa de ahora en adelante. Si tu marido no pica y contrata a otro, estás perdida.

—¡Gracias, pídeme lo que quieras!

—No es nada, mujer. Tu belleza lo merece.

—Pero permíteme al menos que te recompense, el próximo jueves, en vez de acostarme con Mamadou lo haga contigo. Vives arriba del restaurante, ¿no?

—Mujer, si insistes…

—Hasta el jueves.

Se despidió con un ligero roce de sus labios pecadores con los míos. He de reconocer, y aunque esté feo señalar, que se me puso como la garganta de un cantaor de flamenco. Lo siento, señoras y señores, pero es que no encuentro otro símil más sutil para describir lo que me pasa por allá abajo, qué le vamos a hacer.

—Su mujer es una santa y usted es un mal pensado.

Mi cliente observaba asombrado en mi televisor cómo su casta esposa tejía un precioso jersey lleno de primorosos rombos y cenefas en zigzag. Cuando la película acabó sus ojos estaban empañados. Me abrazó llorando.

—¡Gracias por abrirme los ojos! ¡Qué equivocado estaba!

Me pagó el resto de lo convenido y se fue. Me froté las manos. Ahora sólo quedaba esperar al jueves para recoger la recompensa más esperada. Por fin había terminado un caso sin incidentes a mi favor. La mala suerte se alejaba, los pajaritos cantaban y las nubes se levantaban sobre un horizonte soleado. Un paisaje radiante lo inundaba todo con su luz tamizada de iridiscentes colores y tal. La fortuna por fin me sonreía.

Y llegó el jueves. Estaba más nervioso que un adolescente con granos en su primera cita. Me había vestido para la ocasión, tal y como ella me había conocido, y mi cresta de cuatro pelos lucía enhiesta y lozana. Miré hacia abajo y le conminé a mi bisectriz:

—Pórtate bien y no me dejes en mal lugar.

La puerta se abrió y apareció mi indemnización con otro kurta corto, muy corto, valga la cacofonía. En cuanto me abrazó me puse burraco y medio, para qué vamos a andarnos con largas descripciones. Cuando se quitó el kurta y se quedó en bragas, yo ya estaba en pelotas luciendo todo mi esplendor. Y ahí comenzó mi desgracia: la hindú conformó con sus morritos una "o" muy cuca para pasar a estallar en carcajadas convulsas. Mientras se reía, la muy cabrona, señalaba hacia la que yo creía mi virilidad más apuesta, la cual, sintiéndose ofendida, se retiró a sus aposentos convirtiéndose en apenas un gusanito sin fuste ni gracia alguna. Yo estaba tan agilipollado que no sabía que hacer, si reír con ella o llorar sobre su hombro.

Cuando quise reaccionar, se había vestido y sus carcajadas resonaban perdiéndose por la escalera. Yo, mohíno, desencantado, en bolas y con mi cresta engominada, me senté en el borde de la mesa y me puse a cavilar sobre el devenir del hombre y su relevancia en el cosmos…