Y es que algunos políticos que yo me sé están pidiendo a gritos una manta de hostias bien dada. Y después, una vez los tengas en el suelo, mientras les pateas las costillas, te agachas, les retuerces una oreja y les dices:
—Escúchame bien, imbécil. El dolor que sientes ahora no es nada comparado con el dolor que tú producirías cada día en la buena gente que puedes llegar a administrar. Tus decisiones torticeras hundirán en la miseria y la desesperación a millones de personas. Si sales elegido, ponte las pilas y haz propósito de enmienda. No te lo voy a repetir. Si tengo que volver a recordártelo, no seré tan suave. Y de paso, recuérdale a tus jefes, los de la banca, las multinacionales y el grupo Gilisderberg, o como pollas se llame, que sé quiénes son y donde viven, y aunque se escondan, daré con ellos y les daré también su merecido.
—Pero oiga —me interpela un bienpensante—, eso le pone a usted a la misma altura moral de los malvados…
—¿A la misma altura, dice usted? Para ponerme a la misma altura que algunos de estos sabandijas necesitaría cuatro vidas. No tengo capacidad para cometer tanto disparate y tanta atrocidad en lo que me queda de existencia.
Una buena paliza en todo el lomo, con cualquier cosa, con el pie del atril de los debates, por ejemplo. Es lo único que les puede hacer comprender lo que se cuece por aquí abajo, a pie de calle, por los barrios del pueblo llano. ¡Coño ya…!
Uf, qué a gusto me quedaría…
P.D.: perdonadme este arrebato barriobajuno, fruto, sin duda, de mi educación precaria, tosca y aldeana.
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