jueves, 30 de agosto de 2018

El detective Carmelo. El caso del payaso del Cubelles Noir 2018.

Mi futura clienta, una morena con gafitas, hablaba con seguridad. Me miraba muy seria desde el otro lado de la mesa con las rodillas muy juntas, una agenda en el regazo y un bolígrafo en la mano, dispuesta a tomar notas como una niña aplicada.

—¿Está usted segura?

—Segurísima. Hay un loco que quiere matar a alguien en el Cubelles Noir de este año. Quiere desprestigiar al festival. Mire, he recibido esto.

La morena me entregó una nota hecha con letras de varios periódicos y la leí:


«Uno de los organizadores del Cubelles Noir 2018 morirá este año durante el festival. Estad atentos al payaso. JA, JA, JA, JA».


—¿Ha hablado usted con la policía?

—Claro, pero no se lo han tomado muy en serio. Los Mossos d'Esquadra creen que es una broma. Sólo me han dicho que les avise si veo algo raro durante el evento.

—¿Le dice algo lo del payaso?

—Nada, salvo que Charlie Rivel nació en Cubelles. No sé si conoce su historia: con tan sólo una silla, una guitarra que apenas tocaba y un aullido triunfó por todo el mundo.

—Hay gente pa to.

—¿Cómo dice?

—No, nada, cosas mías. Y dígame, buena señora, ¿qué pretende que haga yo?

—¡Ostras! ¿Soy yo o está usted empleando un tono mansplainig?

—¡No, por Dios! ¿Cómo voy a emplear tal cosa si ni siquiera sé lo que es eso?

—Pues me lo parecía. Lo que quiero que haga es que vigile durante el festival y proteja a los organizadores.

—Le advierto que no soy Kevin Costner.

—Ya, ni yo Whitney Houston, no te fastidia, pero también sabemos que utiliza métodos poco convencionales y este asunto los requiere.

—Estooo…, ejem, una preguntita, ¿no tienen ustedes detectives por allá? Más a mano, digo.

—Por supuesto que los tenemos pero un paisano suyo nos habló muy bien de usted.

—¿Puedo saber quien es?

—No puede. Sólo le diré que es un fan de los festivales negros.

—¿Hay seguidores de estas cosas?

—¡Por supuesto! Este hombre no se pierde uno.

—Lo que yo decía, hay gente pa to.

—Pues tendrá que hacerse pasar por un seguidor del festival.

—Lo intentaré, aunque no se me da muy bien hacer teatro.

—Tendrá que ser muy discreto, de este asunto no debe enterarse nadie, ni siquiera los demás organizadores, ellos no saben nada de esta amenaza.

—Esto no va a ser fácil ni barato, tengo que desplazarme hasta Cubelles…, hotel, dietas…

—No hay problema. Afortunadamente el festival crece cada año y en esta edición hemos recibido una aportación extraordinaria, de un mecenas anónimo, parte de la cual dedicaremos a sus honorarios. Vamos a ver… —la moza sacó una calculadora—, son cuatro días de certamen, más desplazamientos, alojamiento, comidas, gastos…, ¿le parece bien esta cifra?

La morena me mostró la calculadora y tuve que hacer un gran esfuerzo para disimular mi asombro. El donante anónimo había sido muy generoso. Intenté hacerme el interesante:

—No está mal —contesté—, a eso habrá que añadirle un porcentaje para imprevistos y riesgos. Últimamente están ustedes un poco folloneros por allá arriba.

—Déjese de tonterías, somos gente pacífica. Además, usted no ha cobrado en su vida la cantidad que le ofrezco por cuatro días de trabajo. Aquí tiene —me entregó un sobre—, el cincuenta por ciento para empezar, el resto al finalizar el trabajo. Ahí dentro también están los nombres con las fotos de los organizadores del festival a quienes debe usted de proteger. Para cualquier cosa y ante cualquier duda, llámeme. Aquí tiene mi tarjeta.

Y dicho esto, la morena del flequillo salió de mi despacho dejándome con cara de gilipollas, que por otro lado es mi cara habitual. «Charo González Herrera, Asesora», decía la tarjeta. Apuesto algo bueno a que la gafitas era la primera de la clase en el instituto.

Me quedé rumiando el asunto un rato, pero sin regurguitarlo. De la alegría inicial, que me provocó la contemplación de tanta pasta junta, pasé al nerviosismo más intranquilo y de ahí directamente al acojone. Lo más probable era que el autor de la nota fuese un cachondo que trataba de asustar a los organizadores del sarao, pero ese «estad atentos al payaso» me mosqueaba un huevo. Mi olfato no me fallaba como comprobaría después.



Los días que quedaban para el festival los dediqué a documentarme y a lo que mejor se me da: dispersarme en gilipolleces del tipo, ¿quién será más rácano, un cuentaguijas o un esquilahuevos? El caso es que el jueves, 23 de julio, después de un madrugón de cojones para ahorrarme una noche de hotel, a las once de la mañana, estaba en Cubelles, en la plaza del Mar, delante del monumento a Charlie Rivel. Me quedé unos minutos contemplando el mamotreto por si me decía algo, pero permaneció mudo. Yo tampoco le dije nada, para qué.

Así pues, a las doce, estaba yo, como un clavo, en el inicio del festival: la proyección de una entrevista a Pedrolo. Durante el pase, me pareció ver, por detrás de la pantalla, la sombra de un payaso corriendo. No le di mucha importancia, lo atribuí al cansancio del jet lag. A mí es que en cuanto bajo el puerto del Almansa me entra el jet lag.

La tarde transcurrió con normalidad, las mesas se sucedían sin contratiempos hasta que llegó el acto de la inauguración oficial del evento. Yo, con mi natural tendencia a la vagancia, había bajado la guardia pensando en que el día estaba acabado cuando, durante la intervención de la alcaldesa de Cubelles, me pareció ver un movimiento sospechoso detrás de una de las pantallas publicitarias de uno de los patrocinadores del festival. Me puse más tenso que un gorrino la víspera de San Martín porque, así, como quien no quiere la cosa, un payaso, vestido con saya hasta los zapatones, silla en mano y una guitarra al hombro, cruzó por delante de la mesa, me miró, me sacó la lengua y desapareció por la puerta que lleva a los servicios y otras dependencias del Centro Social. Como disparado por el muelle de un colchón de las rebajas, salté de la butaca y corrí hacia allí. Cuando me disponía a entrar, alguien me sujetó por el hombro.

—¿A dónde va?

—¿Yo? —Me volví. Charo, mi clienta, me miraba con cara de pocos amigos.

—Sí, claro, usted. ¿Quién va a ser si no? ¿Mi primo el de can Collonut

—Una señora como usted debería vigilar su lenguaje.

—¿Ya estamos otra vez con el tonito condescendiente?

—Vale, vale, no se me "empreñi". ¿Ve? Le acabo de decir una palabra en catalán, me la acabo de aprender para que vea que pongo voluntad en mi trabajo.

—¡Ay, que mono…! ¡No se me vaya por las ramas! Todavía no ha contestado a mi pregunta, ¿ a dónde va por aquí con tanta prisa?

—¿Ha visto pasar un payaso?

—El único payaso que he visto lo tengo delante. Aparte de usted, no he visto ninguno.

—Bueno, bueno, disculpe.

Salí de la sala con la cabeza hecha un capazo de grillos, cosa nada anormal, porque en verano grillos y mi cabeza son colegas y se complementan. Recuerdo que pensé que el calor me estaba afectando. También recuerdo que deduje que la del flequillo me había llamado primate y payaso sin despeinarse. Todo eso me condujo a sesudas reflexiones: «¿A qué estado estamos siendo reducidos los hombres? ¿Para qué sirve realmente un hombre en pleno siglo XXI? ¿Para llevar las putas maletas que más pesan? ¿Para espantar a los ratones? ¿Ratones? ¡Pero si ya no quedan ratones! Es más: ¿se asustan las mujeres del siglo XXI de los ratones?» Entré en bucle y la trócola se me puso como una olla de garbanzos cocidos a fuego lento Volví de los cerros de Úbeda y me afiancé en mis principios: estaba seguro de que había visto un payaso que me sacaba la lengua.

La mañana del segundo día transcurrió sin incidentes y al terminar las mesas nos fuimos todos a una tasca. Me puse de vermut negre hasta el culo, tanto es así que me salté la comida y me fui directamente a por la siesta. «¡Que le den por saco al payaso!», recuerdo que pensé antes de quedarme roque.


Todavía medio empanado, llegué por los pelos a la primera mesa de la tarde. La sala se fue llenando, todo estaba tranquilo y me dediqué a repasar el programa. Manda huevos, en el Cubelles Noir de 2018 había más mesas que en el Ikea. Si alguien se chupó los cuatro días del festival para reseñarlo acabó con una empanada mental del carajo. Hube de reconocer que el jefe del sarao, Xavier Borrell, tenía un gran poder de convocatoria. Al terminar la segunda mesa, me puse en alerta. En estos momentos de confusión, en los que la gente se levanta, entra, sale, se saluda y ja ja ja, y ji ji ji, y estate quieta y ponte bien, es cuando suele haber más peligro. De repente, creí ver algo discordante en la segunda fila: una calva de pega con mechones de pelo rojo destacaba sobre el respaldo de la silla. La calva giró sobre el cuello ciento ochenta grados como la niña de «El Exorcista» y sí, era el jodío payaso otra vez sacándome la lengua de nuevo. Aunque estaba acojonado me dirigí hacia él por el pasillo. Avancé un par de pasos y me paré en seco: un bombón en vaqueros ajustados sobre tacones de diez centímetros venía hacia mí y la seguí. «Que le den otra vez al payaso», pensé. Ya en la calle, le toqué el hombro y cuando se volvió me di cuenta de que era Yoli García, una de las organizadoras del festival.

—¿En qué puedo ayudarle? —su sonrisa acabó por desarmarme.

—Si tu me dices ven, lo dejo todo —le contesté.

—¿Perdón? ¿Me está usted siguiendo?

—No, qué va, yo solo persigo payasos.

A quién se le ocurre, todavía me duele el bofetón que me dio. Decididamente las mujeres no me comprenden.


El día terminó sin más sobresaltos y la mañana del sábado también. En ese día, las mesas se multiplicaron y la sala se puso a rebosar durante todas las charlas. No había duda de que el festival estaba siendo un éxito y yo, salvo algún rato de dispersión, me mantuve en alerta máxima, pero no pasó nada. Por la noche, en el patio del castillo, durante la cena de celebración de la entrega de premios, me subí a la rampa de la entrada al museo de Charlie Rivel para controlar mejor el ambiente. Estaba yo en estas, dándole al tintorro y al jamón, cuando me pareció que algo rojo se movía por entre las cabezas de los numerosos invitados, que estaban como yo trasegando cañas y fiambres variados. Efectivamente: allá iba el payaso en dirección a Xavier Borrell que, vaso en mano y acompañado de Agustí Argimón y Marià Talló, estaban cantando «Cielito lindo» o algo así. Como el payaso estaba a punto de alcanzar a Xavier y en su mano brillaba algo metálico, no lo dudé, sin soltar el vaso de vino me lancé en plancha desde la rampa. El placaje a Xavier Borrell fue perfecto: rodamos abrazados por el patio entre aplausos y vítores. La gente se creyó que aquello formaba parte de algún show. Nadie se entera nunca de mis dramas interiores.

—¿Qué pasa, que te aburres y te has puesto a ligar por el método de acoso y derribo?

—Nada más lejos de mi ánimo, don Xavier.

—Pues ya me dirás, pero te advierto que soy hetero.

—Toma, y yo.

—Muy hetero.

—Yo también.

—¿Entonces, qué coño hacemos así, abrazaditos los dos, en el suelo y con la cara y la ropa manchada de vino y cerveza?

—¿El gilipollas?

—Como mínimo.

—Pues usted perdone. —Me levanté y le ayudé a levantarse—. A propósito, ¿no ha visto por aquí a un payaso?

—El único payaso que hay por aquí, está ahí dentro, en el museo, en forma de muñeco.

—¿Seguro? Lo he visto aquí mismo, al lado de usted.

—Aparte del vino, ¿qué te has fumado?

—Nada, nada, olvídelo.

Cuando acabó la fiesta, cada vez más confuso, me retiré a dormir. Como no podía conciliar el sueño me aticé un lingotazo de mistela tomellosera, de una botella que siempre llevo en la maleta cuando viajo y que va de maravilla para el insomnio. Soñé con los payasos esos del anuncio del detergente, pero eran buenos y no mataban a nadie.


Llegó el domingo, último día del festival, y afortunadamente no ocurrió nada. Después de cenar, mi clienta me llamó a su despacho para liquidar.

—Es usted un desastre, no debería pagarle el resto de sus honorarios, no se lo merece.

—Sería un error, no le conviene alimentar el tópico del catalán del puño cerrado.

—Tenga, tenga, y desaparezca usted de mi vista —me dijo entregándome un sobre con la pasta.


Mientras dejaba atrás la chimenea de la Térmica de Cubelles en mi vieja cafetera sobre ruedas, me puse a pensar en lo ocurrido. Era evidente que al supuesto payaso sólo lo había visto yo. ¿Era el payaso un subproducto de mi imaginación? ¿La consecuencia de una mala digestión de butifarra? ¿Me habían echado algo en el vermut? Lo dejé estar. Pensé que, puesto que soy muy dado a ensoñaciones disparatadas, esta era una más del lote que llevo de serie. Adiós al Cubelles Noir 2018 y adiós al jodío payaso. Fin de la historia.

Me puse en la cola del peaje y miré por el retrovisor. Se me pusieron los pelos de punta porque, desde el coche que tenía detrás, a través del parabrisas, me saludaba un puto payaso sonriente. 


viernes, 17 de agosto de 2018

«Cuando gritan los muertos», de Paco Gómez Escribano. Reseña

Entro en el Google Maps y trinco por los pelos al muñeco del Street View. Al principio, el hombrecillo se resiste y patalea, luego se rinde y se deja hacer. Lo suelto en el barrio de Canillejas y deambulo junto al Cuqui, el Tente, el Elena, el Mochuelo y la Reme por las calles Etruria, Iliada, hasta doblar por Lucano y aterrizar en la bodega del Suso. El Cuqui acaba de salir de la cárcel y está más sonado que las maracas de Machín, al Tente le falta una pierna y controla unos negocios de dudosa reputación, el Mochuelo y el Elena se dedican al reparto, y no de misales precisamente y a la Reme se le caen las bragas por el Cuqui. Aparte de eso, beben tercios, fuman petas y se meten farlopa. Paseo por Canillejas un poco más en su compañía, pero tengo que dejarlos porque no aguanto su ritmo, algo ha hecho clic en sus cabezas, el pasado se les ha venido encima y a uno de ellos se le ha ocurrido la peor de las ideas. Devuelvo el muñeco del Street View a su sitio.

«Cuando gritan los muertos», de Paco Gómez Escribano, es una historia de venganza, una historia de barrio magistralmente escrita, la historia de un barrio que se resiste a dejar su pasado, ese pasado al que han sobrevivido el Cuqui, el Tente, el Elena, el Mochuelo y la Reme, pero que siempre vuelve cuando los muertos se levantan y gritan.

Una puta delicia, troncos.