martes, 28 de noviembre de 2017

El detective Carmelo (14). Si eres muy feo te pueden disparar.

Nota del Autor: Si no sabéis quién es el Feo, os recomiendo que leáis el capitulo «El caso del feo que buscaba novia».


La llamada me cogió por sorpresa. Por doble sorpresa. Por un lado, que a mí me llame una moza ya es para montar una verbena, la otra sorpresa era el objeto de la llamada.

—Carmelo, soy la Berta. El Feo ha muerto y necesito tus servicios para que investigues su fallecimiento.

Me quedé unos instantes bloqueado procesando la información que me acababa de entrar por la oreja.

—¿Estás segura?

—Estoy segura: uno, de que soy la Berta, la puta que tú conoces; dos, de que el Feo, el que te hizo el encargo de que le buscases novia, ha muerto, y tres, de que necesito que investigues las circunstancias de su muerte.

—Ya sabes que ahora no estoy por allá, que me tuve que exilar…

—Pues te vienes para acá si quieres ganarte unos cuartos. Y corta el rollo ese de refugiado político.

—Vale, vale, no te enfades. ¿Y para qué quieres que investigue la muerte del Rober Refor?

—Después de que te acojonaras y te largaras, nos hicimos pareja de hecho. El tío estaba forrado. Si la muerte ha sido un accidente laboral podré cobrar un seguro. Entre eso y la herencia me retiro del oficio.

—Si te retiras, el oficio perderá un pilar fundamental de su historia, Berta.

—Vete a la mierda, que no estoy de humor para flores. ¿Vas a venir o no?

—Claro, claro, Berta. Me pongo en camino. Por cierto, ¿a qué se dedicaba el difunto?

—Era buscador profesional de caracoles serranos. Tienes que demostrar que estaba en el tajo cuando le dispararon.

—¿Le dispararon?

—Un cazador. El hombre jura que fue un accidente. De hecho lo han absuelto en el juicio.

Hasta ese día no tenía ni idea de que existiese la profesión de buscador de caracoles serranos, pero, claro, yo no estoy muy al día en esto de las nuevas profesiones. Pensé que debía de ser algún módulo de la rama agrícola. O ganadera.

Tras unos minutos de reflexionar sobre mi nuevo caso y de preguntarme si las jirafas tendrían dolor de cervicales o no, tomé una decisión: muerto el objeto de mi fuga ya no había peligro de que me apiolara, aunque, a tenor de lo que me había contado la Berta, nunca había existido. Nada me ataba a Madrid y al barrio de Lavapiés. Soy un detective de provincias y tanta multiculturalidad me abruma. Reuní mis pertenencias en un par de maletas, liquidé el alquiler con mi casero paquistaní y me abrí paso como pude hasta donde tenía aparcado el coche. Mi viejo despacho provinciano me esperaba. Los casos serían menos espectaculares, pero más tranquilos.

Me costó salir del barrio. La culpa la tuvieron dos manifestaciones opuestas que se enfrentaron a la altura del café Barbieri. Una era de senegaleses que apoyaban la independencia de Cataluña pero sin Puigdemont. «Este hombre no nos representa», rezaba en una gran pancarta con su foto. He de reconocer que sentí cierta curiosidad por saber quién sería el afortunado catalán que representara los intereses de los negratas de rabo largo. La otra manifestación era de paquistaníes que querían al monasterio de Montserrat y a Reus fuera de la declaración de independencia. Cada vez entendía menos.

Una vez instalado en mi antiguo despacho me di cuenta de que no tenía ni idea de cómo demostrar que el Feo estaba trabajando cuando se lo cepillaron, pero uno tiene sus recursos. Mi amigo Manolo, más de campo que una bellota con boina, me sacó de dudas:

—Si cuando le dispararon estaba agachado, en una zona de monte bajo, con abundante tomillo y romero, al calorcito que genera el sol después de una fina lluvia primaveral, entonces y sólo entonces, estaba cogiendo caracoles serranos.

Tan sólo me quedaba hablar con el autor de los disparos, el cazador de gatillo fácil.

—Mire, yo no sé lo que estaba haciendo, yo sólo ví un bulto grisáceo moviéndose por entre los romeros y disparé.

—¿Usted dispara a todo lo que se mueve?

—Escuche, buen hombre, era tarde, no había cazado nada, me acababa de comprar una escopeta nueva, ¿usted sabe lo que vale una escopeta? ¿Usted sabe lo que valen los cartuchos? No, no lo sabe, pero mi mujer sí, y si me presento en casa sin nada después de todo el gasto…, usted no sabe cómo se pone mi parienta cuando no llevo nada a casa.

—¿Había llovido?

—Sí, había caído una fina lluvia de primavera. Oiga, no piense que soy un desalmado, ¿usted conocía al muerto?

—Más o menos.

—Pues imagínese la escena: el fulano agachado, sin camisa, en pantalón corto, yo sólo le veía el lomo, en esto que levanta la cabeza y me mira. Disparé, no lo dudé, pensé que era un jabalí. Hay personas tan feas que las sueltas en pelotas por el monte y ningún biólogo es capaz de adivinar qué clase de bichos son.

—Le comprendo, le comprendo.

El caso estaba resuelto. Días después, la Berta se presentó en mi despacho para pagarme y, como siempre, aproveché la ocasión para intentar solucionar mis eternos problemas que habitan al sur del ombligo.

—Me puedes pagar en carne, si quieres, Berta.

—Llegas tarde. Acabo de retirarme. Ahora soy una mujer decente y no eres mi tipo.

—¡Ea, qué le vamos a hacer! Dime una cosa, Berta, ¿además de dinero, el engendro tenía alguna cualidad oculta?

—Era divertido, Carmelo. Contaba unos chistes cojonudos. Eso siempre funciona con nosotras y tú eres muy soso.

—Si tú lo dices…

Al marcharse la Berta me quedé rumiando mis desdichas. Pero soy hombre de decisiones y pensé, y pensé, y pensé. Y después de mucho pensar me pregunté: «¿Habrá cursos de contar chistes para sosos? ¿Asociaciones de sosos anónimos? Dejé de pensar. Me estaba empezando a doler la cabeza.