martes, 15 de noviembre de 2016

«Madrid: frontera», de David Llorente. Reseña.

Alucinante. «Madrid: frontera» es sencillamente una novela alucinante. Desde las primeras páginas la narración nos envuelve en una distopía, tan probable como aterradora, que te agarra por el sur del ombligo y te atenaza la garganta. El relato nos va introduciendo por las calles de un Madrid oscuro y lluvioso en donde unos siniestros antidisturbios, que sólo saben obedecer, machacan a golpe de porra a una población desahuciada y empobrecida a la que niegan hasta la basura para comer, un Madrid de calles sin nombre en donde la esperanza no es una opción.

David Llorente la ha liado parda de nuevo. Si con «Te quiero porque me das de comer», le pegó una patada a la forma clásica de narrar y se puso estupendo y experimental con la prosa, con «Madrid: frontera» ha conseguido otra relato contado de una forma muy original, pero hilado de un modo mucho más accesible para el lector que en su anterior novela.

El narrador, que lo sabe todo, conversa constantemente con el protagonista, le despeja dudas, soluciona sus conflictos más íntimos y lo dirige por el camino adecuado hasta el desenlace final.

Más arriba he hablado de distopía probable, leed esta novela y comprenderéis lo que digo, porque este «Madrid: frontera» ya está empezando a ocurrir, ese futuro espantoso lo tenemos a la vuelta de la esquina y, si no ponemos remedio, nos van a dar más palos que al pulpo, muchos más de los que ya nos están dando, que no es poco.

Hay novelas que impactan y otras, como «Madrid: frontera», que golpean sin tregua como una lluvia de plomo insistente y tenaz.

Excelente, David, y gracias por el aviso.


jueves, 3 de noviembre de 2016

El detective Carmelo (11). Yoga

El caso pintaba mal. Porque el caso es que hacía semanas que no tenía caso y el escondite donde guardo mis ahorros se estaba quedando más vacío que la cabeza de un tertuliano de por el culo te la hinco. Pero ahora, lo que más me preocupaba era que hacía meses que andaba escaso de compañía femenina. Más que escaso, nulo, cero. No me comía nada que oliera a hembra desde el año de la circuncisión de san Telesforo y andaba con la bisectriz creciéndome sin ton ni son, a deshora, sin venir a cuento y por cuenta propia. Me encontraba bastante revuelto de calenturas subterráneas. Uno tiene sus necesidades y, aunque poco, he estudiado algo al respecto. Una vez, en la consulta del urólogo, leí que no es bueno que el hombre esté solo. Lo decía el suplemento dominical de un periódico de izquierdas copiándoselo a Dios con todo descaro. Bueno, no decía exactamente eso, pero ustedes ya me entienden, no voy a sacar la pizarra para hacerles un esquema. Total, que hice lo que se hace en estos casos: tirar de agenda.

Empecé como a mi me gusta empezar las cosas, es decir, por el principio, por la «A» de mi desgastada libretilla telefónica, y el primer nombre femenino que apareció fue el de Amparo. «Menos mal que no ha sido Dolores», me dije lleno de optimismo. Me quedé un rato pensando quién sería esa tal Amparo. No es que tenga muchas mujeres en la agenda, pero hace tanto tiempo que no me relaciono con ellas que sus caras se desdibujan entre las brumas del horizonte vacío de mi memoria; ustedes me perdonarán estos retazos de retórica poética. Al fin se me hizo la luz: Amparo, la del caso del caniche extraviado. Recuerdo que tenía una verruga con tres pelos en la comisura izquierda de unos labios carnosos y prometedores. Aclaro que estoy hablando de Amparo, no del perro. También recuerdo que la moza me pagó con carne, no con la carne que que yo esperaba, sino con cuatro chuletones de Ávila.

Como ustedes podrán apreciar, la experiencia con Amparo no fue muy satisfactoria, pero yo soy hombre voluntarioso y me dije que valía la pena intentarlo de nuevo.

Marqué el número de Amparo y una voz de terciopelo me contestó al otro lado:

—¿Siiií…?

—Amparo, soy Carmelo…

—¡Carmelo! ¡Qué bueno, cómo andás, viejo!

—Que yo recuerde tú no tenías acento argentino…

—Se me pone y se me va, es algo intermitente. Son residuos de un romance con un yogui rioplatense.

Llegados a este punto, tenía que hacerle la pregunta crucial:

—¿Y qué haces? 

—Estoy abrazando a un árbol.

—¿Has tropezado y te has chocado con él?

—No seas burro. Abrazar un árbol te proporciona una inmensa relajación emocional. Te equilibra los chacras.

—De eso quería hablarte. Creo que tengo un chacra desequilibrado, está loco perdido, va a su bola.

—¿Y qué chacra es?

—No sé, uno de por ahí abajo.

—Debe ser el chacra muladhara, donde nace dormida la serpiente Kundalini.

—Mi serpiente no está dormida, te lo aseguro, está muy revoltosa y necesita la paz que sólo tú puedes darle.

—Ya sé por donde vas, guarrete, pero no te puedo ayudar con tu serpiente.

—¿Por?

—He trascendido. Desde que hago yoga busco la armonía entre mi cuerpo y mi mente, busco la paz interior y el sexo no me interesa. Necesito toda mi energía para levitar.

—¿Y lo consigues? Lo de levitar, digo.

—No, pero porque me interrumpen continuamente moscones como tú.

—Es que siempre has estado muy buenorra, Amparo.

—Lo sé, esa es mi cruz. Ahora déjame, que se me está escapando la energía del árbol.

—Vale, adiós, Amparo.

—Adiós, Carmelo. Cuídate, y practica los pranayamas, te calmarán.

—Vale…

Colgué el teléfono con una sensación agridulce. No tenía ni zorra idea de lo que eran los pranayamas y menos cómo practicarlos. El problema de mi chacra loco persistía.

Continué consultando la agenda…