La rubia entró en mi despacho alborotando el ambiente con su perfume de saldo mientras ametrallaba el suelo con sus tacones baratos de aguja desgastada. Tenía más curvas que una casa de Gaudí y se movía como una culebra atravesando un rastrojo a contrasurco. Adiviné la intención en el contoneo: buscaba la protección de un hombre con carácter. Habrán adivinado ustedes que no soy adivino, jugaba con ventaja: unas horas antes me habían apoquinado cinco de los grandes para borrarla del mapa. Le había caído mal al pez gordo de turno, un hampón malcarado y taciturno de origen gallego apodado «Morriña». He de aclarar que no soy un desalmado, yo no liquido mujeres, va contra mis principios, pero acepté el encargo y el dinero del fulano porque andaba flojo de efectivo. Ya improvisaría una salida airosa más adelante, y el diablo, que siempre me ayuda en estos casos, me solucionaría el problema de rendir cuentas con el mafioso. Por otro lado la rubia de bote se merecía un homenaje…, o dos, y yo no iba a desaprovechar semejante ocasión porque, además de corto de pasta, andaba escaso de romances y no me comía un bombón semejante desde el año de la circuncisión de san Telesforo. De manera que le lancé la mejor de mis miradas y, arrancándome por Sabina, exagerando su belleza, le dije:
—Muñeca, los que han puesto precio a tu cabeza se han quedado cortos.
Me desperté con un chichón en la molondra. La limpiadora me había atizado con la escoba. Esta mujer, además de continuas ensoñaciones, me produce demasiados dolores de cabeza. Estoy desesperado, me ha cogido manía y no hay manera de que entienda mi poética.