martes, 12 de diciembre de 2017

«Ya no quedan junglas adonde regresar», de Carlos Augusto Casas. Reseña.

En esta novela pasan cosas.

Esperanzadoras.

Por ejemplo: hay un viejo de setenta y dos años que pilota un Boeing 747, con destino a Nueva York, mirándose en los ojos azules de una puta rusa de la calle Montera de Madrid, todo ello por cuarenta euros y sin moverse de la mesa de un restaurante japonés.

En este relato pasan cosas.

Muy chungas.

Por ejemplo: que a algunos malnacidos que andan sueltos por el mundo se les acaba el tiempo y con él la vida, porque hay un viejo de setenta y dos años que ya no puede volar todos los jueves a Nueva York mirándose en los ojos azules de su puta rusa porque se la han matado y el abuelo ha decidido limpiar la ciudad de unos cuantos indeseables.

En «Ya no quedan junglas adonde regresar», de Carlos Augusto Casas, hay policías.

Con muy mala leche.

Por ejemplo: hay una inspectora a la que el tiempo y el vodka le han enseñado que sólo siendo una hija de puta se pueden arreglar las cosas.

En este libro hay diálogos.

Del mejor clásico género negro.

Por ejemplo:

—No sabía que eras un sentimental, Puertas.

—Soy como la roña. Me ablando con los líquidos —dijo el inspector dando otro trago.

En esta novela se ejecuta una venganza.

¿Por qué?

Porque el lector se implica tanto en el relato que lo está pidiendo a gritos.

Con este relato pasa el tiempo volando.

¿Por qué?

Porque el ritmo de la trama se agarra a las entrañas del lector hasta dejarlo en apnea.

Porque Carlos Augusto Casas escribe como un maestro del género.

Porque ha escrito una novela que es una mezcla de hard boiled y enigma.

No lo he dicho yo, pero estoy de acuerdo.

Lo dice Julián Ibáñez.

En el prólogo.

¿Qué más queréis?

Pues a por ella.

A por otra, Carlos.

Queremos más.


lunes, 4 de diciembre de 2017

«Mal trago», de Carlos Bassas del Rey. Reseña.

¿Quién coño, y para qué, secuestra a un niño de diez años, hijo de un muerto de hambre? ¿A qué zumbado se le ocurre secuestrar a un crío, matarlo, vestirlo de primera comunión y meterlo dentro de la caja fuerte del despacho de un edificio en ruinas? Qué pretende este mal nacido si el padre ni siquiera puede pagar a su hijo el billete de autobús hasta el colegio?

Es así como comienza y se presenta la gran incógnita a resolver de esta tercera entrega protagonizada por el inspector Herodoto Corominas, un policía cabal, gruñón, poco sutil, complejo y con unos follones personales que se multiplican y entrelazan a la perfección con la trama principal para aportar matices y dimensión al personaje. Por cierto, en este relato se nos desvela uno de los rincones más oscuros del inspector. Un rincón, lleno de paz, al que el policía se retira cuando la última gota hace rebosar el vaso y en su cabeza se produce un cortocircuito. Es entonces cuando aparece el monstruo de la mala hostia que no se detiene ante nada con tal de obtener un dato del hijo de puta que tiene delante y se está riendo de todos. Carlos Bassas enriquece el diseño del personaje añadiendo aquí y allá algunas dosis de retranca, como la que muestra el policía en una escena en la que se encuentra dentro de un garito de música latina cuando le llega la letra de una canción:

«Me tomé dos tragos y me subieron la nota, sintiendo cómo mueves esa nalgota. Báilame, no, no te detengas, aprovéchame».

«Puro Gabo», piensa el inspector.

Carlos Bassas del Rey compone en este «Mal trago» una trama que se complica conforme avanzamos en la narración. Su prosa madura con cada entrega de la serie y sigue siendo precisa, lacónica y sobria, al estilo de los clásicos más veteranos de este país, y nos conduce como corderitos ansiosos hasta un final que lo parece pero no lo es.

Y no digo más porque destriparía la novela y Carlos Bassas sabe artes marciales y me arrea, y, aunque yo también domino alguna, estoy muy mayor para defenderme a base de patadas voladoras, a lo sumo me defendería con patadas a los tobillos, llamadas técnicamente de vuelo rasante.

Esta novela es muy buena, leedla. Ya.

Un placer, Carlos.