ADVERTENCIA: las escenas que se van relatar a continuación pueden evocar imágenes de contenido explícito y turbador para adultos poco formados tales como intelectuales ególatras y damas de breva hipersensible. El humor rural es basto, aldeano y primitivo, pero es lo que da el agro. El estilo literario también puede herir la sensibilidad de algún sesudo académico.
No me gusta aceptar encargos de las compañías de seguros. Si las engañan, que se jodan, con perdón de la audiencia infantil. Por mi como si les pican las pólizas una bandada de buitres leonardos. Pero mi cuenta corriente arrojaba un saldo positivo de dos telarañas de euro y en el cajón de mi mesa descansaban los avisos de corte de la luz y del gas, para variar. Por lo tanto, me pasé mi insobornable ética por el forro y acepté el trabajo a regañadientes.
La misión tenía su miga: en una aldea de la sierra de Alcaraz, una granjera había denunciado el robo del cableado de cobre del sistema de alimentación del tornajo automático de su vaca más preciada. La compañía de seguros sospechaba que la granjera era cómplice de los ladrones y mi misión consistía en averiguar qué había de cierto en esas sospechas. Antes de llegar a la granja elaboré una sutil estrategia: me haría pasar por un comisionista llevando una grabadora escondida en la bragueta y un micro inalámbrico en forma de mosca cojonera posada sobre mi pajarita. De este modo sonsacaría a la granjera para que confesase su chanchullo.
Una vez en la instalación ganadera, con mi habitual suspicacia, constaté un hecho que me inquietó: la granjera era descomunal. Calzaba unas katiuskas del cuarenta y siete que daba miedo verlas. Así, a bote pronto, calculé que en cada bota podrían caber perfectamente dos arrobas de vino joven o dos y media del viejo, por aquello del merme.
Después de reponerme de la impresión y hechas las presentaciones puse en marcha la grabadora mientras nos acercábamos al habitáculo de la vaca.
—¿Tiene nombre? —pregunté.
—Ya te he dicho que me llamo Fulgencia.
—Me refiero a la vaca.
—Pasionaria, se llama Pasionaria.
—¿Comunista? La vaca, digo.
—¡No, qué va, ahora verás…!
Al entrar al comedero, la vaca soltó un mugido espeluznante y nos dio el culo. Casi me da un infarto al contemplar los cuartos traseros del animal: tenía toda la zona al sur del rabo mas colorada que un canasto de cerezas y su vulva se asemejaba el ojo de Saurón.
—¿Ves ahora la razón del nombre Pasionaria?
—Ya veo, ya…
—Tiene furor puterino, la pobre —me dijo la dueña.
—¿No tiene toro que la alivie? —pregunté fingiendo interés e ignorando el horrible palabro.
—En esta época no. Estamos en temporada de ordeño y la coyunda las malicia y las envicia.
—Ya —contesté con gran elocuencia.
—No para de restregarse el asunto contra la barra del pasillo de ordeño y se le ha puesto así.
La monstruosa aldeana mostraba indicios de tenerme querencia y se me estaba arrimando cada vez más. Para evitar roces peligrosos y malos entendidos guardé distancia y le expuse el motivo de mi visita.
—Sé que te dedicas a la venta de cobre y yo te lo puedo colocar en el mercado a muy buen precio, a cambio de una pequeña comisión del, digamos…, ¿veinte por ciento?
—Hecho —contestó la prójima—, pero primero tendrás que pasar por taquilla y colocarme otra cosa que no es el cobre.
Dicho esto se arremangó las sayas de trabajo y me mostró un espectáculo tan aterrador que todavía me dan escalofríos cuando me acuerdo.
Salí corriendo hacia mi coche como alma que lleva el diablo. Lo malo fue que durante la carrera perdí la grabadora y no pude presentar ninguna prueba ante la compañía de seguros. No creyeron en mi palabra y no me pagaron, claro está. Por eso me he jurado que no vuelvo a trabajar nunca más para semejantes chorizos.
NOTA ADICIONAL DEL AUTOR: a pesar de lo que parezca en esta narración, la vaca no fue maltratada psicológicamente. Al final de la escena del «furor puterino», y ya fuera de narración, entró en acción el toro y la alivió, que no quiero líos con el PACMA.
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No me gusta aceptar encargos de las compañías de seguros. Si las engañan, que se jodan, con perdón de la audiencia infantil. Por mi como si les pican las pólizas una bandada de buitres leonardos. Pero mi cuenta corriente arrojaba un saldo positivo de dos telarañas de euro y en el cajón de mi mesa descansaban los avisos de corte de la luz y del gas, para variar. Por lo tanto, me pasé mi insobornable ética por el forro y acepté el trabajo a regañadientes.
La misión tenía su miga: en una aldea de la sierra de Alcaraz, una granjera había denunciado el robo del cableado de cobre del sistema de alimentación del tornajo automático de su vaca más preciada. La compañía de seguros sospechaba que la granjera era cómplice de los ladrones y mi misión consistía en averiguar qué había de cierto en esas sospechas. Antes de llegar a la granja elaboré una sutil estrategia: me haría pasar por un comisionista llevando una grabadora escondida en la bragueta y un micro inalámbrico en forma de mosca cojonera posada sobre mi pajarita. De este modo sonsacaría a la granjera para que confesase su chanchullo.
Una vez en la instalación ganadera, con mi habitual suspicacia, constaté un hecho que me inquietó: la granjera era descomunal. Calzaba unas katiuskas del cuarenta y siete que daba miedo verlas. Así, a bote pronto, calculé que en cada bota podrían caber perfectamente dos arrobas de vino joven o dos y media del viejo, por aquello del merme.
Después de reponerme de la impresión y hechas las presentaciones puse en marcha la grabadora mientras nos acercábamos al habitáculo de la vaca.
—¿Tiene nombre? —pregunté.
—Ya te he dicho que me llamo Fulgencia.
—Me refiero a la vaca.
—Pasionaria, se llama Pasionaria.
—¿Comunista? La vaca, digo.
—¡No, qué va, ahora verás…!
Al entrar al comedero, la vaca soltó un mugido espeluznante y nos dio el culo. Casi me da un infarto al contemplar los cuartos traseros del animal: tenía toda la zona al sur del rabo mas colorada que un canasto de cerezas y su vulva se asemejaba el ojo de Saurón.
—¿Ves ahora la razón del nombre Pasionaria?
—Ya veo, ya…
—Tiene furor puterino, la pobre —me dijo la dueña.
—¿No tiene toro que la alivie? —pregunté fingiendo interés e ignorando el horrible palabro.
—En esta época no. Estamos en temporada de ordeño y la coyunda las malicia y las envicia.
—Ya —contesté con gran elocuencia.
—No para de restregarse el asunto contra la barra del pasillo de ordeño y se le ha puesto así.
La monstruosa aldeana mostraba indicios de tenerme querencia y se me estaba arrimando cada vez más. Para evitar roces peligrosos y malos entendidos guardé distancia y le expuse el motivo de mi visita.
—Sé que te dedicas a la venta de cobre y yo te lo puedo colocar en el mercado a muy buen precio, a cambio de una pequeña comisión del, digamos…, ¿veinte por ciento?
—Hecho —contestó la prójima—, pero primero tendrás que pasar por taquilla y colocarme otra cosa que no es el cobre.
Dicho esto se arremangó las sayas de trabajo y me mostró un espectáculo tan aterrador que todavía me dan escalofríos cuando me acuerdo.
Salí corriendo hacia mi coche como alma que lleva el diablo. Lo malo fue que durante la carrera perdí la grabadora y no pude presentar ninguna prueba ante la compañía de seguros. No creyeron en mi palabra y no me pagaron, claro está. Por eso me he jurado que no vuelvo a trabajar nunca más para semejantes chorizos.
NOTA ADICIONAL DEL AUTOR: a pesar de lo que parezca en esta narración, la vaca no fue maltratada psicológicamente. Al final de la escena del «furor puterino», y ya fuera de narración, entró en acción el toro y la alivió, que no quiero líos con el PACMA.
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