La señora de voz preciosa y pechos generosos que me acompaña durante casi cuarenta años se queja de que salgo poco de casa; que estoy depresivo y gruñón, me dice. Casi siempre le contesto que no salgo mucho porque cada vez veo mas tontos por las aceras y sí, eso me deprime más que si me quedo en mi cubil metiendo y sacando cosas de mi masculina "nothing box". Pero a las mujeres siempre hay que hacerles caso, aunque no tengan razón, porque no sé qué leches pasa que al final, y a causa de alguna triquiñuela insondable, el tiempo se la da.
Total, que esta mañana me armo de valor y salgo a dar una vuelta por el barrio. A los dos minutos de paseo me cruzo con unos adolescentes macho. Uno de ellos, con la cara llena de granos, se mete con ahínco el dedo en la nariz buscando algún tesoro muy bien escondido, el segundo grazna en una jerga ignota y el tercero le ríe vaya usted a saber qué ocurrencia. Los tres se mueven espasmódicamente, sin ningún objetivo definido, como pollos sin cabeza. «Empezamos bien», me digo. Pero el día es propicio y los dioses acuden en mi ayuda: me adelanta un grupito de chicas que, en pantalón corto, ondeando coletas y agitando mostradores, corretean y cotorrean alegremente. Por sus comentarios deduzco que están entrenando para la media maratón de turno, y cuando pasan al lado de un edificio en construcción, desde el sexto piso de la estructura, un albañil les vocifera cual homo erectus depilado: «¡Ay las marichochos, ay los chochos, vamos que nos vamos con los chochetes frescos!».
Hagamos un inciso: las mozas están mollares, sí, pero para apreciar estas características y que provoquen en el machote semejante rebuzno, hay que estar a pie de obra como yo. La perspectiva que tiene el gañán desde semejante altura es nula. A éste le da igual lo que pase por debajo; con tal de que tenga chocho le vale.
Pero sigamos con la historia, que me lío. Comienzo a archivar la escena para contarle a mi prójima por qué no quiero salir más a menudo a socializarme, cuando veo que, después del eructo del homínido, una de las corredoras se para en seco, se vuelve, mira hacia arriba con los brazos en jarras y acto seguido comienza a chocar el bíceps derecho contra la palma de la mano izquierda. Después de varios cortes de mangas le suelta:
—¡Baja aquí, con este chocho, si tienes cojones, tontolculo! ¡Anda, baja, que te vas a enterar; que te voy a dejar la cara que no te va a conocer ni tu madre, gilipollas!
La muchacha se queda un rato a la expectativa, las demás están mas adelante riéndose, suenan también risas en las alturas y voces de «¡baja, anda, baja!». Espero tranquilamente a la sombra. Me gustaría que bajara el albañil porque acabo de reconocer a la corredora. Coincidió conmigo en el gimnasio, cuando hacíamos taekwondo. Entonces apenas tenía quince años y ya apuntaba maneras. A pesar de no ser muy alta te plantaba el pie en los morros en cuanto te descuidabas. Yo lo dejé hace mucho tiempo, pero me consta que ella siguió. Estoy deseando que baje ese capullo, pero no baja, qué pena…
En fin, después de unos minutos, las corredoras continúan su camino y yo me vuelvo muy contento a mi cubil. No quiero ver más, me sobra con esta escena para alegrarme la mañana. Después de lo que acabo de ver, el día sólo puede ir a peor.
Pues no sabía yo que todavía hubiera fincas en construcción.
ResponderEliminarPor lo demás, estupendo. Como siempre.
Pues no sabía yo que todavía hubiera fincas en construcción.
ResponderEliminarPor lo demás, estupendo. Como siempre.
Todavía queda algún loco que se atreve a construir. Gracias por tus comentarios de ánimo, Paco.
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