—Creo que mi marido me engaña.
La cacatúa que tenía sentada frente a mí debía tener más años que un bancal y más arrugas en la cara que una chaqueta de Adolfo Domínguez tras pasarle por encima una manada de búfalos. Había entrado en mi despacho acompañada del tintineo de pulseras y collares que colgaban de cualquier parte de su huesudo pellejo. Cuando, tras los saludos de rigor, me soltó la frase anterior, así, sin pestañear y mirándome a los ojos, empecé a pensar que a la abuela se le había ido la pinza a tomar por saco. No obstante, soy voluntarioso y una posible clienta es una posible pasta.
—¡Ejem…! Veamos, señora, ¿cuántos años tiene su marido?
—Los mismos que yo, ochenta y cinco, recién cumplidos.
Empecé a mirar a todas las paredes, ángulos, recovecos y objetos susceptibles de esconder una cámara oculta. Terminé pronto la inspección, mi cubil es pequeño, y en los escasos muebles no veía nada sospechoso.
—Vamos a ver, señora…, ¿con qué o con quién piensa que le engaña su marido?
—¿Cómo que con qué? ¡Nada de con qué! ¡Con otra mujer, y a buen seguro más joven que yo!
La abuela empezó a ponerse morada por momentos, su respiración se aceleró en un concierto de pitos y flautas. Corrí al grifo y le ofrecí un vaso de agua temiendo que le diera un jamacuco. Bebió unos sorbitos. Parecía un pavo deglutiendo un puñado de bellotas. Las arrugas del cuello subían y bajaban temblorosas y los pellejos de la cara se agitaban al ritmo de las gargantillas y los collares.
—Gracias, joven. Es que padezco del corazón, ¿sabe usted? Cualquier pequeño contratiempo me altera mucho. No se preocupe, ya pasó.
—De acuerdo, señora, perdone por la duda anterior. Veamos…, ¿en qué se basa usted para pensar que su marido le engaña con otra?
—Pues muy sencillo: porque desde hace una temporada no cumple como es debido con…, ¡ay señor, a mis años, las cosas que tiene contarle una a un extraño! —La señora compuso un gesto de coquetería y se ruborizó hasta el pelucón— ¡Vamos, que no me cumple como antes con el débito conyugal!
Llegados a este punto no sabía si reír o llorar. Si la vieja me estaba tomando el pelo era una actriz de puta madre. Hice un esfuerzo para que no se me notara la zozobra existencial que me invadía.
—¿Y no ha pensado ust…
—Mire, joven —me cortó la anciana—, esto que le estoy contando es muy vergonzoso para mi, perdone que le interrumpa, pero se lo tengo que contar todo de una vez porque si no me va a dar algo. Nosotros somos de costumbres fijas: lo hacemos todos los días de la semana, menos los domingos que descansamos. Como un reloj. Eso sí, con la luz apagada y sin cochinerías, como Dios manda, que somos muy devotos de toda la vida. Pero últimamente, mi marido que, al contrario que yo, goza de una salud de hierro, está como apático, como desganado, tanto es así que el jueves nada de nada. Los jueves me dice que está cansado, que no le apetece, y eso no es normal. Por eso sé que tiene una amante.
—Pues si lo sabe, ¿par qué me quiere a mí? —Lancé mi pregunta comodín por decir algo y porque todavía pensaba que me estaban gastando una broma.
—Porque quiero fotos, pruebas. Soy una mujer de posibles, de muchos posibles. Quiero desheredar a ese traidor antes de que me dé el último y definitivo infarto, aunque no sé si me va a dar tiempo, porque estoy segura de que me va a dar algo en cuanto vea las fotos de ese desgraciado refocilándose con alguna pelandusca.
Esta última aclaración disipó todas mis dudas. Los posibles, si son muchos, nunca vienen mal.
—Aquí tiene, joven —me tendió un sobre—, un adelanto para sus primeros gastos y una foto del traidor. Todos los días toma café a las once en la misma cafetería, los datos están en el dorso de la foto. Ha sido un placer. Espero sus noticias con impaciencia.
—No se preocupe señora, las tendrá.
Sin darme tiempo a reaccionar, la abuelastra se levantó y desapareció por la puerta. Miré el sobre. Además de la foto habían tres mil pavos. Visto lo visto, no tenía más remedio que aplicarle las tarifas del barrio de Salamanca.
Me asomé al balcón a tiempo de ver como como un gorilaco musculoso, enfundado en un traje negro impoluto, introducía delicadamente a la vejestoria en un mercedes más grande que un carro de combate. Los posibles eran ciertos.
No os voy a aburrir con el procedimiento, tan solo os diré que, el jueves, después de seguir al abuelete hasta un motel en las afueras de madrid, quiso la fortuna que este tuviese una estructura en forma de U. Tomé una habitación enfrente de la del abuelo y saqué las fotos de rigor en plena coyunda. Lo que me rompió todos los esquemas fue que, en vez de a una pava, el abuelo se beneficiaba, ¡y de qué manera!, a un efebo de unos veinte añitos, embistiéndole por la popa con gran brío y decisión.
Recogí mis bártulos junto con los palos del sombrajo y mientras me dirigía a mi despacho me dediqué a pensar en cómo solucionar el problema que se me avecinaba. Si le presentaba, así, sin más, las fotos de marras a la abuelita, el jamacuco lo tenía asegurado y un muerto en mi oficina no era una opción recomendable para añadir a mi currículo. La solución se me ocurrió cuando estaba llegando al barrio y me crucé con una ambulancia.
Llamé a la anciana y la cité para entregarle el informe. En cuanto entró en mi cubil la hice sentar y me disculpé apelando a una necesidad perentoria. Entré en el cuarto de baño y, mientras abría el grifo y accionaba la cisterna, llamé al ciento doce diciendo que tenía una urgencia cardiaca en mi bufete. Salí del aseo y me senté mirando fijamente a los ojos de la carcamal.
—Señora, he de decirle que la investigación ha sido ardua, compleja, intrincada, con múltiples aristas y recovecos. Han sido muchas horas de esperar con calma y pacientemente, de elegir los puntos de observación adecuados y aptos para una vigilancia rigurosa, precisa, exacta y acertada. Horas de…
—No hace falta que siga, joven, —me interrumpió la vieja—, no se preocupe. Entiendo que su trabajo ha sido duro y difícil y le será debidamente recompensado.
En ese momento comenzó a escucharse, a lo lejos, como música celestial para mis oídos, la sirena de la ambulancia, pero aún tenía que hacer tiempo.
—Gracias, señora, no esperaba menos de usted, pero he de incidir en que su marido es un hombre escurridizo y resbaloso como una anguila, como una culebra bañada en aceite de oliva virgen…
—Vale, joven, vale. —La abuelita me tendió un sobre—. ¿Le parece bien tres mil más?
—S…, sí…, claro. Pero…
La ambulancia atronaba en el portal. Aún tenía que ganar algo de tiempo, pero la anciana me arrebató el dosier y se puso a observar las fotos.
—Perfecto —dijo la abuela sin inmutarse—. Ha hecho usted un trabajo sensacional. Adiós, joven.
Y antes de que saliera de mi asombro, la anciana desapareció por la puerta como un payaso, con una sonrisa de oreja a oreja. De inmediato, la entrada de los sanitarios me pilló con una cara de gilipollas que ríase usted del rey de los gilipollas. El que parecía el médico me amenazó con un desfibrilador.
—¿Dónde está el enfermo? ¿Es usted?
—No, no. Yo no, era la anciana que acaba de salir…
—¿La anciana que nos hemos cruzado en la escalera y que iba riéndose a dentadura batiente? No me joda, señor. ¿Esto es una broma?
—No, no. Le aseguro que la anciana…
—Mire amigo —me amenazó el médico—, ¿sabía usted que las llamadas falsas al número de emergencias son penadas con una multa de las gordas?
—Oiga que esto no es una llamada falsa, que a esa señora estaba a punto de darle un infarto…
—¿Cómo lo sabe? ¿Es usted médico? ¿Es usted adivino?
—No, pero lo que le he contado le debería haber provocado un paro cardiaco…
—¿Cómo? ¿Se dedica usted a provocar infartos a abuelitas indefensas? Es usted un maniaco de lo peor…
El diálogo continuó unos minutos más, hasta que, a trancas y barrancas, pude desembrollar el asunto con los sanitarios para que no me metieran un puro. Una vez se fueron, me senté y el abatimiento se apoderó de mí como la cizaña se apodera de los campos de trigo dorados al sol de poniente, si me permitís la licencia poética. Tenía seis mil euracos más en mi bolsillo, descontando unos gastos mínimos y, sin embargo, no me sentía feliz porque la sensación de que me la habían metido doblada flotaba en el ambiente junto con el polvo que se desprendía de los muebles. Lo dejé estar y me dediqué a lo que mejor sé hacer: nada. No obstante, la sensación de que me habían tomado por el coño de la Bernarda persistió durante días.
Casi un mes después, leyendo una revista del corazón en el bar de abajo, llegó la respuesta a mis cavilaciones en forma de titular con foto:
«La millonaria Mamen Cotufa del Fresno, después de mas de sesenta años de matrimonio, se divorcia y se casa con el conocido donjuan Fito Bolsas Príapo».
En la foto, la abuelita, mi clienta, aparecía del brazo del tal Fito Bolsas, que no era otro que el amante al que porculeaba, no hacía ni un mes, el marido de la millonaria.
—¡La madre que parió a la abuela! —exclamé en voz alta ante el asombro de la concurrencia…
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