miércoles, 28 de junio de 2017

Crónica sentimental, muy personal y a mi manera, de los V Encuentros Bruma Negra de Plentzia.


Quito la llave de contacto y nuestro anciano Toyota emite un último resoplido. Han sido setecientos setenta kilómetros atravesando la llanura manchega y la meseta castellana bajo una especie de caldo seco y abrasador.

Salimos del fresco aire acondicionado del coche y el sol cantábrico nos recibe con un trallazo de luz oblicua a lomos de un aire caliente y húmedo. Hace un calor del copón.

—¿Pero no habíamos quedado que en el norte siempre llueve y hace fresco?
—Pues ya ves —me contesta mi prójima—, para que te fíes de los tópicos.

Poco después, ya instalados y refrigerados, nos recibe Juan Mari Barasorda, organizador del evento, con una calidez apabullante, sólo ha faltado el orfeón y las "majorettes". Es uno de los tipos más hospitalarios que he conocido. Sin solución de continuidad nos invita a unas cañas en el Uribe, nos entierra en datos, descripciones de lugares, croquis, mapas y rutas a realizar antes de que empiece el Bruma Negra. Como somos muy bien mandados, al día siguiente, ya con una climatología más de acuerdo con el tópico, lo hacemos todo sin rechistar y nos empapamos de la misteriosa niebla que envuelve el castillo de Butron, subimos las tropecientas escaleras de la pequeña península de San Juan de Gaztegulatxe y nos tomamos una copa en el pintoresco puerto de Armintza.
A lo largo de la jornada siguiente, van llegando los protagonistas del acontecimiento. Durante el desayuno saludamos a Ricardo Bosque y a su encantadora familia. Ricardo es la mano derecha, o izquierda, que yo en eso no me meto, en este evento, de Juan Mari Barasorda. Por cierto, ahí va una anécdota: Ricardo Bosque ha creído durante toda su vida que es rubio, pero en realidad es pelirrojo, como lo demuestra la escala Pantone de Colores Manchegos.

—Es entreveráico de rubio y pelirrojo, tirando más a pelirrojo —puntualiza mi señora.
—Amén, mi reina.

Y comienza el encuentro, y las charlas se suceden, y empezamos a empaparnos de la sabiduría vital que desprenden estos autores que a simple vista parecen personas normales y corrientes porque lo son, pero no lo son, ya que ven la vida de una manera diferente, su mirada es otra, es la mirada de quien crea y comparte con los demás esa creación. Desde los más bisoños, literariamente hablando, como pueden ser Susana Rodríguez, Elena Fernández, Javier Sagastiberri o Anton Arriola hasta el veterano de veteranos, Mariano Sánchez Soler, todos nos han aportado algo.

Y luego charlan, debaten y toman cañas con nosotros, y nos vamos a cenar con ellos, como si yo fuese un bloguero de verdad y no un mindundi, que amontona palabras toscamente a paladas, si me comparo con la gran Marta, la de Leer sin Prisa, la chica del pelo rojo a la que acabo de poner cara y sonrisa, esa mujer seria y profesional en sus crónicas y reseñas y cálida y amable con todos. Estamos encantados, y me siento desbordado y, por unos segundos, hasta importante entre tanta sabiduría literaria. Y después me ataca la sensación de que todo esto me viene grande porque a mi pobre y viejo cerebro de aldeano esta situación le satura, pero es una sensación pasajera porque una palmada en la espalda de Jon Arretxe, un «¡apa!» de Javier Sagastiberri, una broma de Carlos Bassas o una frase amable de Carmen Moreno me devuelven de nuevo al cielo. Y entro en una ola de añoradas emociones de juventud, de tiempos remotos en los que aún esperaba algo de de la vida, de cuando el mundo era mío y todavía creía en los dioses más antiguos.

Arrancamos. Nuestro viejo Toyota enfila el camino hacia casa. El motor no suena bien. Gruñe. Parece que el cacharro no quiere irse. Nosotros tampoco, pero todo es finito y la vida debe continuar. Echamos una última mirada a la bahía de Plentzia con la sensación agridulce de abandonar algo muy valioso. Sin embargo, pese a esta dualidad estoy contento y al cabo de unos kilómetros me doy cuenta del porqué: a pesar de mi desencanto crónico y a mi desconfianza hacia la especie humana, vuelvo a casa con una serie de sentimientos nuevos, con una colección de emociones por las cuales todavía merece la pena vivir en este puto planeta.

¿Cómo? ¿Que me ha quedado cursi? Pues os jodéis. Porque, por una vez y sin que sirva de precedente, es lo que siento y no sé transmitirlo de otra manera.

Hasta siempre, Bruma Negra.




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