Me levanto temprano y paseo por las callejas de Morella. En una villa medieval como esta es fácil trasladarse en el tiempo y como a mí lo fácil me gusta, viajo a 1232, cuando Blasco de Alagón conquistó la ciudad a los morapios.
—No me jodáis, majestad, que hace años prometisteis concederme todas las villas y castillos que pudiera conquistar en tierras sarracenas.
—No me jodáis vos a mí, don Blasco, que Morella es mucha Morella y no es villa para un pringao como vos, sino para un rey como yo, que no soy un rey cualquiera, que soy el mismísimo Jaime I
—Ya empezamos…
La cosa debió suceder más o menos así, según mis fuentes consultadas, de donde se deduce que en todas épocas cuecen habas: prometer hasta meter y una vez metido se acabó lo prometido.
Anécdotas históricas aparte, centrémonos en lo que interesa: a las 10:30, Ramiro nos guía por La Morella Más Negra. Durante una hora recorremos la villa por los lugares en donde ocurrieron los sucesos históricos más oscuros y violentos. Desde una masacre de pastores neolíticos hasta un sangriento episodio de las guerras carlistas. No faltan las leyendas gore ni los milagros. Echad un vistazo a la leyenda del mosaico de la foto de abajo.
Al terminar la visita me voy a la sala del Justicia para ver la mesa “Tubers 2020”, en la que participarán los 5 finalistas de la IV Edición del premio “Tuber Melanosporum” moderados por Jorge Garcia y la ubicua Charo González Herrera. Los finalistas de esta edición nos hablan de sus novelas y son: Joan Carles Ventura por «Camins Dubtosos», Roger Rubio por «El hombre que nunca haría daño a nadie», Anna Hernández por «La mecedora», Ana Lena Rivera por «Lo que callan los muertos», Eduard Palomares por «No cerramos en Agosto». Una pregunta me corroe el intelecto: ¿Posee Charo el don de la ubicuidad o es verdad la leyenda urbana de las quintillizas González Herrera que se reparten por los festivales de España y Francia? Quién sabe…
Al terminar la mesa nos vamos todos a cumplir el rito del vermut literario en el bar Canyero.
Sin tiempo para una miserable siesta se hacen las seis de la tarde. De camino a la sala del Justicia me cruzo con Paz Velasco de la Fuente y su terrorífica chihuahua. Ochenta kilos de perra guardiana que Paz transporta en un cesto rosa como si nada.
Comienza la mesa literaria “Rural Noir, pequeñas comunidades, dramáticas historias” con los escritores Jordi Llobregat y Marto Pariente, moderados por Paco Atero del Portal Literario especializado en novela negra “Negra y Mortal”. Marto y Jordi nos desmenuzan los entresijos de sus novelas y durante la charla se oyen frases como (cito de memoria), «…en un pueblo todo el mundo se conoce y matar a alguien que conoces tiene una carga emocional añadida…» (Jordi Llobregat). Marto Pariente nos cuenta entre otras cosas que le gusta definir a sus personajes por su defectos. Paco Atero dirige el coloquio con el dinamismo que le caracteriza. En un momento dado, llama a la mesa a Lara Adell, de la organización del festival, para que cuente cosas de personas y sucesos de Morella. Lara se quiere esconder debajo de una mesa, pero mi gran mole se lo impide. Al final, Lara sale a la palestra diciendo que le cae bien el cura del pueblo y con este dato, Marto y Jordi improvisan el boceto de una novela negra en Morella ante las risas del público que llena la Sala del Justicia.
A continuación se entrega el IV Premio “Tuber Melanosporum”. Premio a la mejor novela negra de un escritor novel publicada por una editorial entre septiembre de 2018 y agosto de 2019. El premio se lo lleva Roger Rubio por su novela «El hombre que nunca haría daño a nadie».
Para finalizar la jornada, en la mesa “Arte de Novela Negra” las autoras Berna González Harbour y Arantza Portabales nos hablan de sus últimas novelas, «El sueño de la razón» y «Belleza roja». Se escuchan cosas como, «…cuando se duerme la razón, surge la maldad…» o «…en momentos puntuales todos somos asesinos…». Modera la mesa con buen oficio Santiago Álvarez.
Antes de la cena, y como ya es habitual, vino tinto con pinchos negros.
Cenamos en el Mesón del Pastor. Con la sobremesa se nos hace la una de la madrugada y José Ramón Gómez Cabezas se empeña en nombrarme representante del grupo de castellano-manchegos que andamos por el festival y, mientras el se va a dormir, quiere que me vaya a bailar. «Para dejar el pabellón de Castilla-La Mancha bien alto», dice. No sabe que yo soy muy poco nacionalista y que ya no tengo el cuerpo para danzas sicalípticas.
Mañana más.
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