La joven se apoyaba contra la esquina proyectando una sonrisa luminosa, llevaba atornillada la intención a las caderas y sus labios carnosos contenían pespuntes oscuros de mentiras. Tenía más curvas que una carretera de montaña y en sus ojos se adivinaba la ansiedad de ser querida, la minifalda tapaba a malas penas lo imprescindible. La luna asomaba su perfil entre las nubes y el vientecillo de la noche transportaba susurros de secretos venidos de muy lejos. Con mis mejores andares me acerqué a ella y le dije:
—Muñeca, no puedo prometerte las estrellas, ni siquiera puedo darte mil noches de amor enloquecido, no tengo nada, apenas soy un grano de arena en el desierto, pero conmigo tendrás cobijo, estarás a salvo para lamerte tus heridas y tendrás un poco de ternura.
—Vale, poeta —me contestó la moza—. Son cien euros, el hotel aparte.
Me despedí de ella y me alejé borrándome por el fondo de la calle. Seguí el sabio consejo de mi madre: «Hijo mío, nunca trates con mujeres que tengan la conversación tan corta como la falda».
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